Una breve frase
musical empieza a abrirse paso en el torbellino, semejante al ruiseñor cuando
al caer la noche ensaya sus escalas antes de lanzarse de todo corazón en su
canto. Dos, tres notas cuya gravedad parece nacer de lo grandioso del paisaje.
Un compás, otro, y es ese cuarteto de Schubert que no se parece a ningún otro,
y olvidando lo que había venido a buscar entro en Fafner donde sé que tenemos
la cassette con ese mismo cuarteto y sobre la que me lanzo frecuentemente con
una especie de ineluctable violencia en momentos que no podría definir y ni
siquiera relacionar entre ellos, y así en menos tiempo del que tardo en decirlo
estoy instalada en el asiento trasero, unida al lector de cassettes por el
cable de los audífonos como una criatura extraterrestre. Empiezan los primeros
compases, dolientes y graves, como debió comenzar alguna vez el mundo, una
música-dolor como el paisaje que me rodea, del que soy parte, violín y
violoncelo, los graves se interrumpen como una herida que el agudo inesperado
cura, y entonces es la lenta, tan lenta, maravillosa fusión del todo, la
armonía buscándose, acaparando en torno las montañas y hasta los turistas que
empiezan a llegar. Los veo. Pero no desde el cuerpo, no con estos ojos que
acaso les han sonreído. No, los veo desde allí donde escucho y que no se puede
decir, desde el corazón de los instrumentos de cuerda, desde el interior de un
músico desaparecido hace ya tanto tiempo y sin embargo ahí, flotando y
sumergiéndose por encima de la montaña, sin muro ni ventana ni ciudad ni casa
en torno a él, toco el corazón, nacimiento y expansión de la música como de la
vista: en cada dedo de músico guiando los arcos como otros tantos amantes, cada
pie manteniendo el delicado equilibrio del instrumento, cada mentón descansando
en su almohadilla sin imprimir su traza: cada nota, esas cosas que no existen y
que sin embargo, en momentos como éste, son toda la creación y la finalidad del
mundo, estoy ahí, tan grande como todas esas montañas en torno, indiferenciada
de las canteras más profundas, unida a todos los movimientos que de ese todo,
el tiempo de la cassette, sólo hacen uno, y ni los alemanes que se acercan al
auto para tratar de ver si no estoy grabando alguna cosa, ni la familia que se
detiene, asombrada, para mirarme fijamente con ojos incrédulos, pueden romper
ese círculo perfecto.
Rossignol, parking
panorámico, ¿cantan ahora tus pájaros, para aquellos que saben escucharlos, ese
hermoso tema de Schubert que transformó un paradero en principio y fin del
mundo?
Franz Schubert. Cuarteto 887
Recuento de
observaciones científicas que lleva al lobo…
Glenn Gould. Variaciones Goldberg
En ese instante de contacto, de perfecta empatía, me invade el recuerdo
del poema
sinfónico de Vaughan Williams, The Lark Ascending. No puedo
escucharlo aquí, por las
mismas razones que no puedo leer a Shakespeare, y me es imposible
comparar su línea
melódica con la que ahora baja del cielo, pero su título me confirma que
la alondra canta
mientras sube, que asciende llevada por su propia música como creo que
ningún otro
pájaro.
Vaughan Williams. The Lark Ascending
Ludwig van Beethoven. Moonlight sonata
Oh misterio. Se diría que no es el mismo pero da
igual, como canta el cubano Silvio Rodríguez: en plena expedición, el azar que
es el método preferido de los cronopios aprueba ex post facto una
iniciativa cultural que nosotros emprendimos de facto, qué
joder, puesto que los malvados burócratas no nos
daban corte.
Silvio Rodríguez. Pequeña serenata diurna
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