viernes, 6 de julio de 2012

Sonidos de Los autonautas de la cosmopista. Parte 2

Una breve frase musical empieza a abrirse paso en el torbellino, semejante al ruiseñor cuando al caer la noche ensaya sus escalas antes de lanzarse de todo corazón en su canto. Dos, tres notas cuya gravedad parece nacer de lo grandioso del paisaje. Un compás, otro, y es ese cuarteto de Schubert que no se parece a ningún otro, y olvidando lo que había venido a buscar entro en Fafner donde sé que tenemos la cassette con ese mismo cuarteto y sobre la que me lanzo frecuentemente con una especie de ineluctable violencia en momentos que no podría definir y ni siquiera relacionar entre ellos, y así en menos tiempo del que tardo en decirlo estoy instalada en el asiento trasero, unida al lector de cassettes por el cable de los audífonos como una criatura extraterrestre. Empiezan los primeros compases, dolientes y graves, como debió comenzar alguna vez el mundo, una música-dolor como el paisaje que me rodea, del que soy parte, violín y violoncelo, los graves se interrumpen como una herida que el agudo inesperado cura, y entonces es la lenta, tan lenta, maravillosa fusión del todo, la armonía buscándose, acaparando en torno las montañas y hasta los turistas que empiezan a llegar. Los veo. Pero no desde el cuerpo, no con estos ojos que acaso les han sonreído. No, los veo desde allí donde escucho y que no se puede decir, desde el corazón de los instrumentos de cuerda, desde el interior de un músico desaparecido hace ya tanto tiempo y sin embargo ahí, flotando y sumergiéndose por encima de la montaña, sin muro ni ventana ni ciudad ni casa en torno a él, toco el corazón, nacimiento y expansión de la música como de la vista: en cada dedo de músico guiando los arcos como otros tantos amantes, cada pie manteniendo el delicado equilibrio del instrumento, cada mentón descansando en su almohadilla sin imprimir su traza: cada nota, esas cosas que no existen y que sin embargo, en momentos como éste, son toda la creación y la finalidad del mundo, estoy ahí, tan grande como todas esas montañas en torno, indiferenciada de las canteras más profundas, unida a todos los movimientos que de ese todo, el tiempo de la cassette, sólo hacen uno, y ni los alemanes que se acercan al auto para tratar de ver si no estoy grabando alguna cosa, ni la familia que se detiene, asombrada, para mirarme fijamente con ojos incrédulos, pueden romper ese círculo perfecto.
Rossignol, parking panorámico, ¿cantan ahora tus pájaros, para aquellos que saben escucharlos, ese hermoso tema de Schubert que transformó un paradero en principio y fin del mundo?


Franz Schubert. Cuarteto 887


Recuento de observaciones científicas que lleva al lobo…



Glenn Gould. Variaciones Goldberg




En ese instante de contacto, de perfecta empatía, me invade el recuerdo del poema
sinfónico de Vaughan Williams, The Lark Ascending. No puedo escucharlo aquí, por las
mismas razones que no puedo leer a Shakespeare, y me es imposible comparar su línea
melódica con la que ahora baja del cielo, pero su título me confirma que la alondra canta
mientras sube, que asciende llevada por su propia música como creo que ningún otro
pájaro.


Vaughan Williams. The Lark Ascending





Ludwig van Beethoven. Moonlight sonata


Oh misterio. Se diría que no es el mismo pero da igual, como canta el cubano Silvio Rodríguez: en plena expedición, el azar que es el método preferido de los cronopios aprueba ex post facto una iniciativa cultural que nosotros emprendimos de facto, qué joder, puesto que los malvados burócratas no nos daban corte.


Silvio Rodríguez. Pequeña serenata diurna

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