miércoles, 9 de octubre de 2013

Metalenguajes 6. Manuel Puig en Alan Pauls

Eso explica que, como a su tiempo la opción cura, la opción puto haya quedado descartada a la hora de explotar su facultad para la escucha. Para puto Puig, piensa. El escritor Manuel Puig, que no soportaba que lo real estuviera tan lejos, que llegaba a lo real acelerando, acortando camino por la vía de la ficción, su verdadero y único intermezzo. Él, la ficción, la usa al revés, para mantener lo real a distancia, para interponer algo entre él y lo real, algo de otro orden, algo, si es posible, que sea en sí mismo otro orden. De ahí todo, o casi todo: leer antes incluso de saber leer, dibujar sin saber todavía cómo se maneja el lápiz, escribir ignorando el alfabeto. Todo sea por no estar cerca.


Historia del llanto, de Alan Pauls

martes, 1 de octubre de 2013

Metalenguajes 5. Sterne desde Bryce Echenique

"Pero tampoco me queda más remedio que seguir contando, contando para ello con la ayuda de Dios todopoderoso y Laurence Sterne, creador fabuloso de Vida y opiniones del Caballero Tristam Shandy, rey de digresión y de la confianza en la ayuda divina, que muy seriamente llegó a calificar de religioso su método de trabajo, porque él sólo escribía la primera frase de sus libros y el resto se lo confiaba a su ayuda, por demás excelente de Dios todopoderoso."

Alfredo Bryce Echenique. La última mudanza de Felipe Carrillo.



lunes, 23 de septiembre de 2013

Metalenguajes 4. Monterroso y Bryce.

"Hay que ver lo mal que escribe uno algunas tardes. Precisamente por eso hay que valorar a escritores tan importantes como Augusto Monterroso, que son capaces de escribir un cuento de una sola línea, como ese que se llama nada menos que Fecundidad y dice así: "Hoy me siento bien; un Balzac, estoy terminando esta línea"."

Alfredo Bryce Echenique. "La última mudanza de Felipe Carrillo".


domingo, 8 de septiembre de 2013

Piero desde Alan Pauls

Pero esa noche ve aparecer al cantautor de protesta en el escenario del pub, ve su silueta avanzar desde el fondo, alta, desgarbada, rociada de aplausos y gritos mordidos, tanto que de golpe se hace difícil precisar si lo alientan o lo amenazan, y acomodarse con su guitarrita criolla en el taburete alto que han instalado en el proscenio, ve cómo un haz luminoso disparado desde el techo lo entuba de brillo y recorta su cabeza enrulada y el contorno de sus anteojos de miope, los dos hallazgos más persistentes de su iconografía personal –además, claro, de la sempiterna sonrisa, tan inseparable de su rostro que más de una vez la han atribuido a una forma benévola de atrofia muscular-, intactos, todos, a pesar de los siete años de exilio, y de algún modo puestos de relieve por el mameluco blanco que lleva puesto, uno de esos “carpinteros” que se abrochan a la altura del pecho y que usan no los carpinteros, que no han visto uno ni pintado, sino las mujeres embarazadas, las maestras jardineras y los actores que, hartos de probar suerte en audiciones multitudinarias y ser rechazados, terminan asilándose en el mundo de las obras de teatro para chicos o las comedias musicales, lo único nuevo, por otra parte, que parece haberse traído del molino sin luz ni agua potable en el que dicen que vivió en las afueras de Madrid, eso, el mameluco blanco, y una canción que esa noche no tarda en cantar, primicia para todos y revelación total para él, que al escucharla cree comprender algo decisivo para su vida –esa noche lo ve, él, que solo lo conoce por las tapas de sus discos, las fotos de las revistas, las presentaciones en programas de televisión, y se pregunta estupefacto a quién puede habérsele pasado por la cabeza que pueda ser peligroso, que valga la pena hostigarlo, hacerle la vida imposible, forzarlo a dejar el país, borrar del mapa sus canciones.

Y sin embargo, si tuviera que elegir en ese momento algo en el mundo que hable de él, algo que lo nombre y que él no pueda eludir por más que quiera, porque lo que nombra es una especie de núcleo idiota y recóndito que ni él mismo se ha atrevido aún a nombrar, él elegiría tres versos de la canción que el cantautor de protesta estrena esta noche (...)que canta prop primera vez en su ciudad, en su país, en los que, como confiesa antes de ejecutarla, no ha dejado de pensar mientras la componía, encienden la verdad que él llevaba grabada en secreto. Hay que sacarlo todo afuera / Como la primavera / Nadie quiere que adentro algo se muera.




Historia del llanto, Alan Pauls

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Metalenguajes 3. Durrell en Bryce.

"No hay música ya nunca porque la música sólo sirve para confirmar nuestra soledad, Eusebia, lo dijo Lawrence Durrell, un escritor inglés entre cuyas obras se encuentran El cuarteto de Alejandría y Limones amargos, ¿sabes? No, qué vas a saber, es mucho para ti, ¿no?".

Alfredo Bryce Echenique. La última mudanza de Felipe Carrillo.



lunes, 5 de agosto de 2013

La misa ha terminado, 1985, de Nanni Moretti por Alan Pauls

Cura no, ni pensarlo -a menos que por cura se entienda al párroco que interpreta Nanni Moretti en La messa è finita, víctima, mártir, precisamente, del aura de comprensión, tolerancia, también sagacidad que lo envuelve, que de algún modo le permite "ascender", puesto que es ese don, raro aun entre los curas, que deberían venir de fábrica con él, el que hace que sus superiores decidan trasladarlo y de la oscura parroquia que administra en una oscura isla del mar Tirreno lo destinene a una oscura parroquia de los suburbios de Roma, y que parece invitar a sus padres, a su hermana, al círculo de amigos con los que se reencuentra después de años, todos estragados por el tiempo, la frustración, la enfermedad, la amrgura sexual, el derrumbe de los ideales...



Alan Pauls, Historia del llanto

domingo, 4 de agosto de 2013

Metalenguajes 2. Lord Jim desde Bryce.

"Muchísima música de fondo tuve que escuchar antes de enterarme de que lo único que ha cambiado en mi vida soy yo. Nada muy grave tampoco, y eso es lo peor, aunque por ahí Joseph Conrad en su libro Lord Jim me ande tranquilizando con es de que el hombre es un ser asombroso pero definitivamente no es una obra maestra".

Alfredo Bryce Echenique. "La última mudanza de Felipe Carrillo".


sábado, 3 de agosto de 2013

Lugares novelados. París 1

"Mientras tanto, mi Departamento como que había embellecido, Montparnasse, el barrio al cual me había mudado al fallecer Liliana, como que también había embellecido, y lo mismo sucedía con la rue Vavin y con el edificio de la Rue Vavin en que quedaba mi Departamento. Embelleció también, de pronto, el Distrito 14 porque en él se hallaba mi atelier...".

"Agarré Departamento en Barrio popular de París, mismo distrito 18, rue Polonceau, lejísimos del taller de mis éxitos y costumbres, segundo piso, ascensor y todo; aunque esto último fue pura coincidencia con la letra del tango (...). Un poquito más allá, en el número 38, de la rue, vivía Catherine Delay, hermosa y blanca como la pared enfrente de mi cama (...)
- ¿Y por qué elegiste este barrio?
- Porque quiero mudarme por última vez, Catherine.
- ¿Tú también...?
- ¿También tú...?"

"A la altura de Notre Dame, a Eusebia no le gustó Notre Dam, o sea que invité a Catherine a comer por ahí por el Barrio LAtino (...). Y escogí un gran burdeos, porque de golpe acababa de encantarme Notre Dame por dentro y por fuera, por ambos lados, y vista por detrás, que es por donde más me ha gustado siempre".

"Llevaba miles de paseos, años de paseos por un barrio de París o de mi vida en el que siempre llovía".


ALFREDO BRYCE ECHENIQUE, "La última mudanza de Felipe Carrillo".


jueves, 1 de agosto de 2013

Barbarroja de Kurosawa en Alan Pauls


(...) y por Bueno él entiende grosso modo el rango de sentimientos positivos que otros suelen llamar bondad humana, el más famoso, hasta donde él sepa, el cineasta japonés Akira Kurosawa, de quien ve y admira toda la obra con una sola excepción, la película precisamente llamada Bondad humana -Barbarroja-.
Ese mero título, y poco importa lo bien que sepa que no ha nacido de la cabeza de Kurosawa sino de la del distribuidor local, basta para mantenerlo alejado de los cines donde la exhiben, y esto no sólo contra la opinión general, siempre sensible a
la alianza extorsiva entre bondad y humanidad, o los elogios desvergonzados con que la crítica celebra su estreno, sino contra el arrobamiento de su padre, que en un primer momento, citando sin saberlo las palabras de los mismos críticos que viernes a viernes condena a arder en el infierno por ineptos, no duda en considerarla «la obra
cumbre» de Kurosawa y objeta la reticencia de su hijo con escándalo, pero algunos años después, cuando la sustancia del conflicto ya es historia pero no su forma, recicla su vieja indignación en una gran escena de humor repetitivo, por otro lado su género predilecto de humor. El gag, que no tarda en volverse clásico, consiste básicamente en llamarlo por teléfono cada jueves, día de estre nos de cine en Buenos Aires, y antes de decirle nada, antes incluso de saludarlo, preguntarle a boca de jarro: «¿Y? ¿Al final fuiste a ver Bondad humana?», así cada jueves de cada semana, hasta que él alcanza la mayoría de edad y al jueves siguiente, después de hacerse asesorar por un conocido con alguna experiencia en cuestiones legales, atiende el teléfono y adivina la voz de su padre sin necesidad de oírla, y antes de que articule una vez más la pregunta de rigor, si al final fue a ver, etcétera, lo amenaza con mandarlo a la cárcel porabuso psicológico reiterad.
Historia del llanto. Ala Pauls


lunes, 29 de julio de 2013

Volver para Bryce

"Total que veinte años no es nada, según las más avanzadas corrientes de la filosofía argentina. Véase si no, algunos textos de Borges, Ernesto Sábato, Carlitos Gardel, Discépolo, etc. No veinte años no es nada y yo tengo dos veces veinte. ¿Dos veces nada? Eso, exactamente eso, dos veces nada...".

Alfredo Bryce Echenique, "La última mudanza de Felipe Carrillo".

miércoles, 24 de julio de 2013

Metalenguajes I. Rayuela en Bryce

"Además, fíjense ustedes, yo no logro creer en los libros experimentales, con capítulos prescindibles e imprescindibles, por ejemplo, como Rayuela, porque cuando son excelentes, como Rayuela, por ejemplo, no sólo se convierten en clásicos modernos sino que, por añadidura, los lectores se leen los capítulos imprescindibles y los prescindibles y, hasta en casos tan ingenuos como el mío, que no aprendo nunca, se releen los prescindibles una y otra vez para ver qué demonios pueden tener para que su autor los haya colocado en un segundo plano, por así decir, prescindible, siendo tan buenos como los del primer plano imprescindible. Y, por último, ¿qué le pasa a uno, como me pasó a mí, cuando un capítulo prescindible le gusta muchísimo más que uno imprescindible y etc.? ¿Valium?"

Alfredo Bryce Echenique "La última mudanza de Felipe Carrillo".






sábado, 15 de junio de 2013

Los rasgos de la mexicanidad según Octavio Paz en el cine de entre 1977 y 1978 de Arturo Ripstein. PARTE 1


El cine de Arturo Ripstein se produce, casi siempre, de puertas para dentro; lo que ocurre en el exterior apenas sirve para afianzar la dualidad de sus protagonistas: por una parte un ser público, higiénico, decente, que respeta las convenciones y que incluso se erige en adalid de su defensa, y otro privado, perverso, corrupto, hipócrita. "El mexicano es un ser que se encierra y se preserva. Máscara el rostro y máscara la sonrisa", apunta Octavio Paz para resumir la incomodidad con que el mexicano actúa al mostrar públicamente su interior, al abrirse; al sincerarse al otro.


Por las cuatro películas que el director mexicano realiza entre 1977 y 1978 se pasean personajes “enmascarados”, celosos tanto de su intimidad y la de su familia como la de los demás; personajes que cuando se hacen públicos "tan siquiera se atreven a rozar con los ojos al vecino" (OP).

Tal y como ya realizaría Buñuel durante su etapa mexicana, Ripstein incide crudamente en las perversiones humanas, en esos extremos aparentemente psicóticos o enfermizos, pero muchas veces presentes en nuestro vecino, en nuestra anciana tía, en el respetable comisario de policía o en nosotros mismos, que trascienden sólo al cerrarse las puertas y que en muchas ocasiones pueden estar casi tan justificados ética o socialmente como la mismísima y mediocre normalidad; centrándose en el reverso lúgubre de lo que el mexicano hace público y que por tanto esconde bajo aquello que Octavio Paz llamó “máscara” en su Laberinto de la soledad. Porque parafraseando al premio Nobel, el cine de Ripstein muestra la vida del mexicano, “la concepción de la vida como combate; la posibilidad de chingar o ser chingado. Es decir, de humillar, de castigar y ofender. O a la inversa”.


El Ripstein de la década de los 70 no es aún el director atroz, crudo, de desesperada y descompuesta visión del mundo, de personajes extremos y atormentados únicamente galvanizados por sus instintos y pulsiones más primitivas, en que se convertiría tras su unión sentimental y profesional con la escritora y guionista Paz Alicia Garciadiego (con quien comenzaría a colaborar en 1986 con "El imperio de la fortuna"); pero aún sin llegar serlo, de su cine de esta década emanan los rasgos, usos y abusos propios, en palabras de Octavio Paz, del mexicano.


El vividor Pancho: camionero sin raíces, galán y macho bajo su máscara de apariencia pero al mismo tiempo hijo pródigo, ridiculizado y de moral servil frente al patriarca del pueblo en El lugar sin límites, la entrañable tía Alejandra de la película de igual título: tierna en apariencia, entrañable anciana y sostén económico de la familia de su sobrino pero practicante puertas para adentro de su habitación de luctuosas liturgias negras y vengativo espiritismo, el Tarzán Lira de Cadena Perpetua: exladrón arrepentido y ahora trabajador del mismo banco que antaño planeó robar, o la totalidad del pueblo donde discurre La viuda negra, en la que ni uno sólo de sus habitantes muestra su verdadero rostro, estableciendo una barrea, una muralla entre la realidad, la verdad y ellos mismos. Personajes todos ocultos bajo un disfraz social.



"El mexicano siempre está lejos; lejos del mundo y de los demás, también de sí mismo" (OP), tan lejos del mundo como lo están los personajes aislados en su propia casa de El castillo de la pureza, como lo están los vecinos del pueblo donde se desarrolla El lugar sin límites o donde se había desarrollado años atrás Tiempo de morir, tan lejos de sí mismos como el ladrón de Cadena Perpetua o como el cura de La viuda negra que tan sólo consigue liberarse de las ataduras morales y convencionales mediante el fuego carnal, enfrentándose así a lo que proviene de fuera: recato, pudor, ceremonia...

La mentira, "de importancia decisiva en la vida cotidiana; para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos" (OP), vertebra las tramas de dos de las películas de este periodo: La viuda negra y Cadena perpetua. En la primera, una joven sugerente, abocada a la provocación erótica tras la educación represiva recibida desde la infancia en un orfanato, entra a trabajar como ama de llaves del sacerdote de una aldea aburguesada. A la llegada de la extraña los celos se traslucen entre las mujeres de la villa, envidiosas de su salvajismo erótico primario. 


El médico del pueblo, solterón desesperado, se enamora lujuriosamente de la recién llegada, quien acaba por rechazarlo tras un intento de violación. La verdad se transforma en perversa falacia cuando el médico informa al pueblo de que es él quien ha sido seducido por el ama de llaves y, con la intención de deshacerse de cualquier rastro de culpa, sugiere que el cura haya podido ya haber aceptado tales insinuaciones. 

Tras reunir a un pueblo escandalizado e inquisitivo que, sin querer oír la verdad, pide "la cabeza" de la joven seductora, acaba por cumplirse el efecto Pigmalión y ama de llaves y sacerdote convergen en un romance tórrido y fugaz que concluye con la muerte del sacerdote (por una extraña mezcla de culpa, amor y pasión), no sin antes asistir a la indignidad del pueblo reseñada en la inatención del médico hacia el paciente y del resto de mujeres que dejan morir al sacerdote alegando que como pecador consideran merecido su "divino" castigo. 


Pero antes de morir, febril y agonizante, el cura le transmite a su amante la totalidad de los secretos de confesión de los habitantes del pueblo. Ellos, que han dejado morir al cura por pecador, de pronto pasan a temer que aquella mujer instintiva y despechada haga públicas sus mentiras, sus faltas, sus infidelidades, sus corrupciones, sus pecados mortales, y de esta manera les quite la máscara: esa mentira que se ha instalado en su ser y "se ha convertido en el fondo último de su personalidad".

martes, 11 de junio de 2013

Los Olvidados. LUIS BUÑUEL, 1951. Desde Julio Cortázar

Con todo lo que me gustan los perros, siempre se me ha escapado el andaluz de Buñuel. Tampoco conozco La edad de oro. Buñuel-Dalí, Buñuel-Cocteau, Buñuel-alegres años surrealistas: de todo tuve noticias en su día y a la manera fabulosa, como en el final de Anabase: «Mais de mon frére le poète on a eu des nouvelles... Et quelques-uns en eurent connaissance...» De pronto, sobre un trapo blanco en una salita de París, cuando casi no iba a creerlo, Buñuel cara a cara. Mi hermano el poeta ahí, tirándome imágenes como los chicos tiran piedras, los chicos dentro de las imágenes de Los olvidados, un film mexicano de Luis Buñuel.

He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad, es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas —esas garantías oficiales no escritas de la sociedad, ese who's who bien delimitado— se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de facción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.


El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel; ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letargías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de su realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser.

Así se instala el horror en plena calle, con una doble medida: el horror de lo que sucede, de eso que, claro, siempre sería menos horrible leído en el diario o visto en una película para uso de delfines; y el horror de estar clavado en la platea bajo la mirada del Jaibo-Buñuel, de ser más que testigo, de ser —si se tiene la honradez suficiente— cómplice. El Jaibo es un ángel, y bien se nos ve en la cara cuando nos miramos unos a otros al salir del cine.


El programa general de Los olvidados no pasa y no quiere pasar de una seca mostración. Buñuel o el antipatetismo: nada de enfoques de agonías al modo de la de Kuksi (En cualquier lugar de Europa) o documentación detallada de un caso (La búsqueda). Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro; aparecen y sucumben como las gentes que encontramos y perdemos en los tranvías; a propósito, para que sintamos nuestra ajenidad responsable. Buñuel no nos da tiempo de pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos, la cosa sigue. «Demasiado tarde», ríe el ángel feroz. «Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras». Y nos lleva delicadamente por la pesadilla. Primero a una calesita empujada por niños jadeantes y extenuados, en la que otros niños que pagan montan los caballitos con dura alegría de reyes. Después un camino desierto donde una pandilla se ensaña con un ciego, o a una calle donde asaltan a un hombre sin piernas y lo dejan de espaldas en el suelo, monstruoso de impotencia y angustia mientras su carrito de ruedas se pierde calle abajo. Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulaban. Gentes a las que teníamos un algo de confianza, se envilecen a última hora. Hay tres inocentes totales, y son tres niños. Uno, «Ojitos», se perderá en la noche con su talismán al cuello, envejecido a los diez años; otro, Pedro, está a punto de salvarse, pero el Jaibo vela y le devuelve su destino, el de morir a palos en un pajar; el tercero, Metche, la niña rubia, recibirá la primera gran lección de vida a cargo de su abuelo: tendrá que ayudarlo a llevar a escondidas el cadáver de Pedro hasta un vaciadero de basuras, donde rodará con todos nosotros en la última escena de la obra. Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.


Aquí en París se ha reprochado a Buñuel su evidente crueldad, su sadismo. Los que lo hacen tienen razón y buen gusto, es decir que esgrimen armas dialécticas y estéticas. Personalmente opto aquí por las armas que se emplean en las faenas de la película; no sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre. En el «Journal» de Ernst Jünger, que acaba de publicarse aquí, el autor y sus amigos del comando alemán «oyen hablar» de las cámaras letales donde se extermina a los judíos, cosa que les produce «marcada desazón», porque podría ocurrir que fuese cierto... Así también los escamoteos del horror desazonan parsimoniosamente a los públicos; por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba, y para eso está Buñuel. Yo le debo una de las peores noches de mi vida, y ojalá mi insomnio, padre de esta nota, valga en otros para obra más directa y fecunda. No creo demasiado en la docencia del cine, pero sí en la lenta maduración de testimonios. Un testimonio vale por sí, no por su intención ejemplarizadora. Los olvidados barre con la mayoría de las películas convencionales sobre problemas de infancia; acabar con ellas sitúa y delimita su propia importancia. Como ciertos hombres y ciertas cosas, es un faro al modo que lo entendía Baudelaire; quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en «un cri répété par mille sentinelles...»


Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de cosas que lo hace posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis (imposición de una forma ajena, de un orden que no es el suyo propio) lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro, lado, y todos rodeamos el lecho del señor Valdemar.
Entonces entra el Jaibo.

JULIO CORTÁZAR. Obra crítica.

viernes, 7 de junio de 2013

Leonard Cohen circunvalado por Julio Cortázar

(...) Vení pronto, comediante del viejo palomar, pedacito del cielo celeste, culito lindo, aquí en esta silla y ahora hago café para evribodi, ristretto, che, ristrettisimo como un cuadrito de Chardin todo sustancia y luz y perfume, un café que condense las magias de la noche como esas canciones de Leonard Cohen que me regaló Francine y que me gustan tanto.


LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar

martes, 12 de marzo de 2013

Circuncines 9. Los rubios y los "desparecidos" durante la dictadura militar argentina

Nuestra historia debería comenzar el 14 de septiembre de 1977. Ese día un comando militar del ejército argentino irrumpió en casa de Roberto Carri y Ana María Caruso, dos intelectuales izquierdistas comprometidos activamente en la lucha propagandística contra el Régimen militar.

Desde aquel día, y al igual que en otros 30.000 casos, jamás se volvió a saber de ellos, pasando a engrosar esa tétrica y eufemística lista de “desaparecidos” de la dictadura militar.


Desde que en 1985  “La historia oficial” de Luis Puenzo abrió la veda del análisis mediante el cine de los crímenes de la dictadura de Videla y Masera, películas como  “Garaje Olimpo”, “La noche de los lápices” o “Crónica de una fuga” han ahondado en un horror intencionalmente silenciado por los discursos oficiales y las leyes de amnistía y punto final. Aunque ninguna aproximación a aquel horror se parece a “Los rubios”, el inclasificable documental que en 2001 realizó Albertina Carri, hija de aquellos dos intelectuales desaparecidos en 1977.

A través de “Los rubios”, la directora trata de regresar a los espacios que 25 años antes habitaron sus padres, reconstruyendo su propia memoria más allá de los insuficientes y tópicos recuerdos obtenidos de los testimonios de vecinos y compañeros de militancia.


Mediante un ejercicio de metacine, Carri construye su documental creando una triple capa de imágenes: una documental protagonizada por ella misma y los conocidos de los desaparecidos, otra de ficción en la que su papel es representado por la actriz Analía Couceiro con el objeto de distanciar al espectador de su posición de víctima y una tercera de animación por stop motion de muñecos de Playmovil.

La directora que ya había empleado este mismo método para realizar un melodrama pornográfico sobre la liberal vida de la muñeca Barbie, lo recupera ahora para evocar el recuerdo del horror con los mismos ojos infantiles, de una niña de 6 años, con los que lo vivió y subestimó en su momento.

Padres, hijos y militares se convierten en juguetes que habitan felizmente en su granja hasta ser abducidos por unos extraterrestres. Esta reconstrucción infantil de una realidad más dolorosa con el tiempo que lo que lo fue en aquel momento para quien era una niña de tan sólo 5 años y que hoy apenas posee recuerdos propios de la tragedia, fue durísimamente criticada por los sectores izquierdistas argentinos por considerarla una banalización del dolor y una ofensa a lo sagrado de la tragedia.


Pero es justamente esto lo que más llama la atención y a la vez lo más atractivo de “Los rubios”, el hecho de que Carri jamás acude al sentimentalismo y se aleja del ritual colectivo y oficial de sublimar el dolor de las víctimas.

Mediante el cuestionamiento del discurso oficial tanto gubernamental como de la izquierda, Carri trata de reconstruir la memoria partiendo de la ausencia y del vacío, percatándose de que los testimonios acerca de sus padres por parte de los que fueron sus amigos resultan insuficientes para a quien no sólo le arrancaron a su familia sino también la imposibilidad de sentir de primera mano el dolor por esa desparación.

A Carri le queda únicamente un profundo resentimiento hacia todos, llegando a poner incluso en duda la militancia de sus padres respecto a sus obligaciones familiares. De ahí que “Los rubios” no sea una película sobre los desaparecidos durante la dictadura argentina sino sobre el vacío que éstos dejaron en los supervivientes.


Carri se reivindica como miembro de una generación aplastada por los discursos de sus padres, los autenticos protagonistas de la historia, sintiendo no sólo el fracaso del proyecto social que éstos emprendieron sino debiendo también soportar la presunción de generación inmóvil, cobarde e incapaz de sacrificarse. "Somos hijos del fracaso y esto no es cosa menor", llega a proclamar.

Pese a que el planteamiento de la historia y la estructura del film pueden considerarse incluso clásicos: alguien que trata de obtener información sobre sus padres desaparecidos, que salva mil y un obstáculos y que en un desenlace frustrado apenas logra conseguir nada, Carri destroza esa linealidad de manera irreverente como buena representante de esa generación de cineastas argentinos que se ha venido llamando Nuevo Cine y que se caracterizan por realizar un cine rabioso y completamente a contrapelo.
Así, Carri rompe continuamente la narratividad mediante la superposición de distintas sintaxis, estilos y lenguajes.


Destaca en este inventario de nuevas fórmulas y recursos la lección de metacine que la directora desarrolla cuando el equipo real de rodaje, capitaneado por la propia Carri, lee la carta redactada por el Instituto Nacional de Cine argentino, en la que se rechaza subvencionar el film por considerarlo paradójicamnete necesario por la importancia histórica de los protagonistas pero al mismo tiempo poco adecuado por no emplear un formato más tradicional y clásico de entrevistas.

Destacabale también es aquel momento en el que influenciada por Shoa, el monumento que Lanzmann realiza en los años 80 sobre el Holocausto nazi, Couceiro, la actriz que interperta el papel de Carri, lee con un tono aséptico y científico el informe sobre las dependencias del hotel Sheraton donde sus padres fueron torturados y asesinados.

“Los rubios” finaliza ahondando en un extraño síndrome psicológico que parece padecer la clase baja obrera argentina, la de la otredad del intelectual.


Preguntada una vecina sobre los desparecidos dice recordarles; gente amable, educada, añade, ambos rubios y flacos. Si bien, ninguno de ambos era ni rubio ni flaco. Este comentario, en apariencia superfluo, con el que el obrero identifica al intelectual mediante rasgos físicos propiamente occidentales, lo incorpora Carri en su última escena, cuando el equipo de rodaje, ataviado con pelucas rubias avanza hasta perderse en el horizonte mientras suena Charlie García. Disfrazados, convertidos en las imagenes que de los desaparecidos han persistido en la gente, caminan juntos como metáfora de una familia por fin reunida.

Para ver el Circuncines sobre los Rubios:

viernes, 22 de febrero de 2013

El hombre de Londres. BÉLA TARR. Hungría, 2007

Que Bela Tarr observa la vida con ojos contemplativos y ralentizados parece evidente, incluso las novelas policíacas como El hombre de Londres de Simenon pueden ser llevadas, por extraño que parezca, a su terreno; un terreno llano, como los que recorría Bresson, pero no por ello carente de barro para el espectador. Por ello es por lo que sus películas resultan ora poéticas, hermosas, sublimes, ora plúmbeas y exasperantes; porque sus obras son, de principio a fin, ejercicios de estilo de una fidelidad inquebrantable, tal y como lo pueden ser las películas de Ozu o las obras finales de Dreyer, pero sin la capacidad emotiva del primero ni la competencia narrativa del segundo; ya que para Tarr los personajes han de ser seres fríos, inempatizables, y el tono y el ambiente deben tiranizar la trama, que de tan atacada acaba por diluirse.


Los travellings armónicos, los planos secuencia infinitos y perfectamente engarzados en los que los personajes levitan más que andan entrando y saliendo del cuadro mediante puestas en escena y coreografías milimétricas, la precisión de cirujano de la expresiva fotografía siempre en contrastados blancos y negros, los silencios de los personajes sólo rotos por monólogos artificiales más propios del teatro, el montaje inapreciable, casi transparente, las repeticiones con estructura musical de fuga, la atmósfera de decadente irrealidad, el seguimiento en visión subjetiva de las espaldas de los personajes, la música entre sintética y popular, cercana a Artemiev pero también al Bregovic más calmado, de órgano y acordeón de Mihaly Vig que cae como una losa de soledad sobre los pasos de los protagonistas o sobre los bailes de los borrachos, y, por supuesto, las danzas de la cámara que adquiere vida propia, que marca su propio ritmo y , como un animal de compañía, se aleja de los personajes centrales para esperarles mirando al vacío sabiendo que volverán o para centrarse durante largos ratos en personajes secundarios mientras éstos comen, limpian el suelo o bailan, pero para acabar regresando como un perro fiel a la espalda, siempre la espalda, de quien le guía. De eso hablamos cuando nos referimos a Tarr y de eso hablamos cuando lo hacemos de El hombre de Londres.

Y bajo el estilo está un guión, el de Tarr y su colaborador habitual Laszlo Krasznahorkai, y en él Maloin, un pobre hombre que trabaja en el turno de noche alzado en una torre de control desde la que realiza el cambio de agujas de los trenes en un muelle de carga, observa por casualidad como tras una discusión entre dos hombres uno de ellos cae al agua aferrado a una maleta. Después de que el involuntario asesino huya del lugar, nuestro hombre logra recuperar del agua la maleta que resulta estar llena de billetes, qué si no; lo que trastocará por completo su vida.


Desde principio hasta casi el final Maloin permanece completamente ajeno a los sucesos e investigaciones; tal y como está acostumbrado a hacer en su trabajo, ésa es su vida, él observa, y nosotros con él. Desde un segundo plano mira lo que ocurre a su alrededor: las idas y venidas en el muelle, las conversaciones en el bar, la llegada de un investigador desde Londres o la descomposición, aquí más activamente, de su familia, esposa (Tilda Swinton) e hija. Maloin es un clásico vouyeur que nos sirve de guía y sherpa, tanto que ninguna escena logra escapar a su mirada y únicamente dos a la nuestra (dos fuera de campo fundamentales para la trama, el primero cuando Maloin recupera la maleta y el segundo en el que éste cierra la puerta de un cobertizo y nosotros le esperamos, ansiosos, sin ver lo que ocurre dentro, salivando en el exterior).

LA ESCENA DAGUERROTIPO

Maloin entra en la tienda donde trabaja su hija como limpiadora decidido a llevársela al considerar que “todo el mundo se fija en su culo” cuando pasa la fregona. La cámara le sigue, en un lento travelling hasta alcanzar el primer plano. La dueña se resiste a que se lleve a la chica amenazándoles con demandarles por incumplimiento de contrato. Tras un forcejeo padre e hija abnadonan el local dejando a la tendera resignada y enfurecida. La cámara se aleja, igual de lentamente.


Mientras la dueña de la tienda se acoda sobre el mostrador un carnicero entra en cuadro desde la parte trasera de la tienda con un costillar que posa sobre una mesa. Comienza a sonar el órgano de Mihaly Vig acompañada por el percusivo golpe seco, que sirve de metrónomo, del machete del carnicero troceando el animal; acompasado, solemne, repetitivo, metafórico; angustioso.


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martes, 19 de febrero de 2013

Mala sangre. LEOS CARAX. Francia 1986

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Leos Carax es uno de esos cineastas que con apenas 25 años alcanza la cúspide de su carrera gracias al virgen, y por momentos ingenuo, apasionamiento por el medio cinematográfico; un mecanismo que le permite como ningún otro mostrar su limitado expectro vital y compararlo con las muchas vidas y emociones que la cinefilia le ha hecho sentir propias. Y ése es quizás el principal problema (también la principal virtud) de la mayoría de “enfants terribles” o niños prodigio del cine, que cuando, tras el éxito de sus primeros films, se sienten obligados a continuar haciendo películas se percatan de que su talento era la proyección del talento de otros, de que sus films son obras miméticas de aquellas otras que tantas veces han revisado en las filmotecas, de que carecen de ideas autónomas y experiencias sinceras, de que les falta, en una palabra, madurez, por no decir vida; y quien no vive no tiene nada que contar.


Pero de ellos nos quedarán sus obras de junventud, casi de infancia, como ocurre con Leos Carax y sus tres primeros filmes, una trilogía vertebrada por la presencia de su alterego Denis Lavant como personaje central –siendo siempre Álex, como se llama en realidad Carax- y asentada en ciertos puntales comunes y definitorios: la influencia de la nouvelle vague, la fotografía casi esculpida de Jean-Yves Escoffier, la ecléctica utilización de la música, la estética pop y videoclipera, la mezcla de estilos y géneros, la importancia de lo pictórico o el obsesivo interés por las relaciones enfermizas de pareja.






“Todo lo que necesitas para hacer un film es una pistola y una chica”, decía Godard, y Carax es fiel a su maestro para construir en Mala Sangre una historia de amor perturbado a cuatro bandas envuelta en atmósfera de cine negro. Porque Godard está presente a lo largo de toda la película, como si de un fantasma destrutivo/constructivo se tratara; en sus diálogos estereotipados, en sus personajes sobreactuados, en esa Anna que tanto quiere ser Anna Karina, en sus encuandres deconstruidos, en su trama absurda y solemnemente cómica, en su trágico final, en sus quebrantos narrativos que tanto nos evocan a Band Apart, a Pierrot Le Fou, a Origen USA





La trama es lo de menos, un McGuffin paródico que sirve para desarrollar la trágica historia de amor entre Álex (Denis Lavant, un ladronzuelo rebelde que es requerido por los hampones compañeros de su padre, recientemente asesinado, para que les ayude a robar en un laboratorio farmacéutico el antídoto contra un nuevo retrovirus que mata a quien practica el sexo sin amor, para así poder venderlo a otra farmacéutica y saldar las deudas con “la americana”, jefa de otra banda de mafiosos) y Anna (Juliette Binoche, entonces pareja de Carax en la vida real y joven amante del jefe de la banda en la película; personaje protagonizado por Michel Piccoli); una historia contada a través de azules y rojos incendiarios sobre fondos de color muerto, de humo y persecuciones, de referencias artísticas y literarias, de travellings liberatorios, de estilización en la composición de los planos donde el cuerpo troceado se crea y se descompone saltando del plano detalle enfático al largo en el que el personaje pasa a ser un objeto más, descentrado, dentro de un marco con evidentes intenciones plásticas. 

LA ESCENA DAGUERROTIPO


Es de noche, de un calor inusual dado el paso de un extraño cometa, y Álex, por fin, consigue estar a solas con Anna, de quien se ha enamorado desde que la vio por primera vez. Pero Anna se muestra distante, poco receptiva, preocupada por la salud de su amante que acaba de sufrir un ataque. Álex se levanta del sillón y enciende al azar la radio; lentamente prende un cigarrillo y se acerca al tabique transparente que separa el interior del apartamento de la calle y sale por la puerta. Comienza a sonar la percusión que abre “Modern Love” de David Bowie y la música envuelve la escena. Álex se retuerce aprehendiéndose el estómago y comienza a bailar antes de echar a correr y saltar alejándose de la casa. 






La cámara le sigue en un rapidísmo trávelling lateral a través de las calles de paredes desconchadas, carteles arrancados y contrastes de rojo primario sobre el blanco y el negro. Abruptamente la música cesa, Álex se detiene e inicia el camino de vuelta dándose cuenta de que el entusiasmo le ha hecho alejarse de su amada; al llegar a casa Anna ya no se halla sobre la cama, si no que, como en un cuadro de Bacon, nos encontramos únicamente con su silueta horadada sobre el colchón rojo, los restos de dos pañuelos arrugados de color amarillo y azul en una combinación de pigmentación primaria y el humo insistente de un pitillo aún sin consumir en el cenicero.


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