viernes, 12 de octubre de 2012

Monográfico Daguerrotipo 10. Apuntes transversales sobre el cine antes de Octubre. Parte 3

Cuenta Jay Leda en su Historia del film ruso y soviético, que durante los años previos a 1917, en Zurich, caída la noche, cuando la ciudad comenzaba a apagarse y sus gentes a recogerse, después de un día dedicado al estudio en la Biblioteca Central de Zurich, se podía ver entrar a un hombre taciturno, de calva refulgente y mirada afilada, con boina y casaca negras, en alguna de las pequeñas salas cinematográficas de la ciudad donde se proyectaban noticieros sobre la Guerra Mundial, los esfuerzos diplomáticos de los gobiernos europeos o los avances científicos.


Aquel hombre no iba allí en busca de entretenimiento o evasión, no iba para divertirse o disfrutar de las grandes producciones italianas; no acudía al cine por cualquiera de los propósitos conocidos de la concurrencia a una sala cinematográfica. Aquel hombre iba para estudiar Europa, observar en los noticiarios la apariencia y temperamento de las gentes de los países en guerra, las caras de los diplomáticos y generales -especialmente de aquellos que habían decidido que su muerte, la de aquel hombre, haría al mundo más seguro-. 





miércoles, 10 de octubre de 2012

El jardinero fiel. FERNANDO MEIRELLES, 2005. Para Martín Caparrós

Trato de pensar en París pero en la pantallita del asiento miro una película sobre un libro del viejo Le Carré. Me gustaba Le Carré cuando armaba aquellas conspiraciones imposibles de Smiley contra Karla, brittons versus commies, espías versus espías que se entendían y engañaban y entendían otra vez porque todos eran, antes que nada, espías: los intérpretes de aquellos tiempos donde todo debía ser conspiración -y donde había, por lo tanto, un saber secreto que valía cualquier pena. Ahora ya no hay conspiración; ahora, tratan de decirnos, hay nada más violencia, porque la conspiración requiere un obejtivo, la idea de una construcción, y esta violencia, quieren decirnos, no la tiene: es pura.
Hay algo puro, tratan de decirnos.


Es curioso cómo se ha desarrollado la idea contemporánea: esa violencia -la violencia del terror, el terror de la violencia- no tiene fin. Digo: no tiene meta. Se habla de sus medios, pero se discute tan poco para qué lo hacen, qué tipo de sociedad armarían si derrotaran al demonio impío, qué proyectan. Una violencia sin fin ni fin, nos dicen -y pretenden que en general "la violencia" es así, pura maldad en acto, un medio sin un fin o un fin en sí mismo. Y nos resulta más cómodo creerles.





No hay nada más vulgar y torpe y pasado de moda que las teorías conspirativas. Sólo la conspiración las sobrevive.

Más Le Carré en la pantallita. Cuando se le acabó la guerra fría, el mundo feliz significante de las conspiraciones, Le Carré buscó alternativas: Panamá, el espionaje industrial: intentos fracasados. Ahora, veo, es África: África llevada al lugar de peor lugar, propuesta como espacio de conflicto -para el consumo biempensante. La pelea, ahora, es por definir el espacio de conflicto: los reaccionarios occidentales y orientales, cristianos y musulmanes, tratan de establecer el choque de civilizaciones como conflicto principal, modernidad versus tradiciones, Euramérica versus Asia profunda. Los progres, mientras, ofrecen África: el espacio de la pobreza, de las matanzas y las hambres y el sida, de las desigualdades más extremas. La famosa lucha de clases -las contradicciones, dentro de cualquier sociedad, incluidas las más prósperas, entre pobres y ricos- ya no tienen lugar en el imaginario colectivo. Bebo un bordeaux de siete años, bastante extraordinario, y miro en mi pantalla personal una película hollywood de la mirada progre -donde los malos, los políticos y la gran industria farmacéutica siguen conspirando y matan a los buenos ecologistas antiglobalización. Hay, por supuesto, crítica al orden establecido, el orden del dinero global; no hay -yo no la veo, hace tanto que no consigo verla- ninguna pista de cómo sería el orden que lo reemplazaría. Salvo que sería bueno, bien intencionado y no envenenaría ríos ni niños ni mataría pingüinos. (...)




MARTÍN CAPARRÓS, Una luna.

lunes, 8 de octubre de 2012

Mozart frente a Julio Cortázar

Se tiende a pensar la fotografía como un documento o como una composición artística; ambas finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o intención se desliza algunas veces lo insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación, o como aquel gorrioncito que una vez, cuando yo era joven, voló un rato sobre la cabeza de Yehudi Menuhin que tocaba Mozart en un teatro de Buenos Aires. (Después de todo no era tan insólito; Mozart es la prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.)




"Ventanas a lo insólito (Papeles inesperados)". JULIO CORTÁZAR

sábado, 6 de octubre de 2012

Cortázar sin gomina para y desde Susana Rinaldi


Apenas llegué a Francia en 1951, descubrí el mercado de las pulgas y en uno de sus más extraños corredores, una tienda de viejos discos 78. Entre ellos, uno de nuestro gran cantor de tangos, Carlos Gardel, que compré de inmediato, sin tener siquiera un tocadiscos para escucharlo, tal era mi nostalgia. El vendedor, un viejo más bien jodón, miró el rótulo y meneó la cabeza. “Ah, sí, Gardel”, dijo con tono apreciativo. No pude contener mi alegría y le dije con orgullo que éramos compatriotas. Tras de lo cual, echando una mirada a mi pelo largo y despeinado, lanzó: “¿Argentino, usted? ¿Y la gomina?”.
Susana Rinaldi tampoco lleva pegoteado el pelo con esa especie de firma personal que nos ha dado una reputación entre halagadora y equívoca. Ha transcurrido medio siglo y nuestra manera de sentir y de interpretar el tango ha cambiado mucho. Pero si este cambio puede sorprender a los que siguen fieles a los orígenes de cualquier forma de arte (apoyados en la moda “retro” que remeda deliberadamente los aires 1920-1940), basta escuchar a Susana Rinaldi para descubrir que lo esencial permanece invariable y que el propio Gardel, muerto hace más de cuarenta años, sería el primero en admirar a la cantora más grande de nuestro tiempo.
Porque hay una especie de milagro en este arte de renovar un género anticuado haciendo resaltar aún más su esencia simple, popular, pobre como una calle de suburbio y profunda como el alma de la ciudad. Susana sabe que el tango ha sido ante todo y sobre todo Buenos Aires, una música arrabalera como la java y el blues, un testamento urbano, su crónica de las noches de amor, de abandono y de muerte, su nostalgia de una felicidad imposible, su acta de pobreza sin esperanza de rescate. Con esa materia bastante primaria, esas palabras y esos aires limitados, Susana desviste el cuerpo a menudo vulgar del tango para mostrarlo en su más bella desnudez y, al hacerlo, muestra a los argentinos de Buenos Aires tal como son, vulnerables y reprimidos, tiernos y hoscos. En ella los tangos maltrechos por el desgaste del tiempo recuperan su esencia porque una gran artista los cambia. Y cuando Susana se atreve a cantar uno de esos tangos cuyos derechos a perpetuidad parecían pertenecer a Gardel, se mide la distancia que va de la imitación a la recreación, de la rutina bien aceitada al brotar del manantial.




"Para presentar a Susana Rinaldi (Papeles Inesperados)" JULIO CORTÁZAR

jueves, 4 de octubre de 2012

Schumann frente a Julio Cortázar

Asomarse a la música de Roberto Schumann es como asomarse a su alma. Esto, que resulta válido para con la mayoría de los románticos, adquiere en el caso del músico alemán una dolorosa profundidad. Dolorosa sí, pero cuán dulce y bella. Música escrita en momentos inefables, esos momentos que sólo los santos y los artistas viven. Esos momentos de total comprensión del universo cuando, ante la majestad de todo lo creado se descubre, asimismo, la lastimosa pequeñez de la vida humana. Schumann, obsesionado por la angustia de una existencia falta de equilibrio, presintiendo acaso la locura que habría de asirlo, como a Nietzsche, en sus últimos años, se vuelca hacia el mundo interior, un mundo que su espíritu y su arte crean, un mundo distinto del triste mundo que le revelan sus sentidos. Porque la música es como un cosmos que nos abarca a todos; esfera dentro de otra, contenida, sí, pero no confundida. Esfera que, por obra de genios como Schumann, nos llega ahora, brotando de un teclado, para acercarnos a su drama, a su belleza. Si existe un don divino del artista, ese don no es su arte, conquista humana; ese don es la entrega generosa que el artista hace de su cosmos, para que el resto de los hombres pueda inclinarse sobre él, y maravillarse, y sentirse un poco por encima del panorama cotidiano. Schumann confía a la música todos sus tesoros interiores. La música nos lo trae ahora, como un hondo legado de belleza.



Estas Escenas infantiles que vais a escuchar dentro de un momento, son quizá la obra más pura de Schumann. “Escenas infantiles”. Su nombre es ya un enunciado cristalino. Resulta casi increíble saber que fueron compuestas en momentos de intensa depresión sentimental, cuando Schumann se sentía al borde de la angustia, y se aferraba a su piano y a las ideas que cantaban en su corazón para no dejarse arrastrar por un torbellino, uno de esos torbellinos que, en una sensibilidad hipertrofiada como la suya, lo conducían hacia el espejismo engañoso del suicidio. Para huir de eso, para rechazar los primeros aletazos de la locura, Schumann escribe la música, y brotan los Conciertos, el Carnaval, Manfredo, Las mariposas, y estas infinitamente claras Escenas infantiles que son un rayo de sol en la atormentada atmósfera de su arte.




Habéis leído los nombres de los trozos –cuya pequeñez tiene la perfección de las piedras talladas, y que nada ganarían con mayor longitud. Nombre que hablan claro en el espíritu del oyente: asomo de la intención que guiaba a Schumann al crearlas. Porque estas Escenas infantiles significan un inclinarse sobre ese mundo tan particular y tan delicado que es el mundo de los niños. Mundo donde las proporciones no son la que nosotros aceptamos,; donde el miedo al cuco representa mucho más que la filosofía de Kant, y donde un juguete es más codiciable que un alto puesto o una mina de carbón. Mundo al que sólo podemos entrar llevando el amor por llave; el amor hacia el niño, hacia sus dimensionas tan suyas. Mundo que Schumann, con esa magia tan propia del músico, nos revela y nos aclara. Ved esos nombres: “De países y hombres extraños”, que encierra quizá ese sentido de lo remoto, de lo desconocido, tan penetrante en los niños, y que explica su gusto por los relatos fantásticos; “Curiosa historia”, “Jugando al gallo ciego” –juegos, relatos, eso es la esencia infantil, ése es su pequeño paraíso de breves años, que pierde luego por otros menos dulces-, “niño implorando”, “Alegría perfecta”, “Un gran acontecimiento”, menciones que iluminan momentos de toda vida infantil; el deseo de ir al circo, la dicha de un postre ambicionado, el nacimiento de un hermanito... Todo esto late, todo esto se agita en las escenas que intento definir; ved estos otros títulos: “Ensueño”, “Junto al fuego”, “Cabalgando el caballito de palo”... Y, como interrumpiendo la juguetona serie de esbozos, una evocación recogida: “Casi demasiado serio”... Ah, pero no es más que el título; los niños están siempre allí, fingiendo una gravedad que pronto se romperá con regreso a su ingenua condición.




¿Por qué? Pues vedlo: “Viene el cuco”. Asistimos al diálogo delicioso entre la ternura y el miedo, entre una madre que debe corregir y un niño que, a pesar de su miedo momentáneo, reincide en la travesura...

El paseo está concluyendo. Cansado de jugar, “El niño se duerme”. Tal es el nombre del último trozo dedicado a ese universo de juguetes y risas de poesías. El músico –el poeta- cierra las puertas del mundo de los niños. Lo hace dulcemente, con palabras que os llegarán al corazón porque han nacido de un corazón que amó mucho, y sufrió mucho, y tuvo el destino desgraciado de aquellos que son demasiado grandes para vivir nuestra pequeña vida humana. Pero que no se van sin dejarnos, a manera de un mensaje lleno de belleza, obras como la que vais a escuchar, interpretada por un artista que ama a Schumann, lo comprende, y quisiera que todos lo amarais y comprendierais como él.




"Para las Kinderszenen de Robert Schumann (Papeles inesperados)". JULIO CORTÁZAR, 1938.

martes, 2 de octubre de 2012

El cine revolucionario cubano para Julio Cortázar

Claro que no solamente no me quejo sino que una vez más pienso que el cine -junto con la pintura y la música- es hasta ahora el gran arte de la Revolución Cubana, su enlace más vital con un pueblo tan lleno de sensibilidad ética. Frente a formas de comunicación menos logradas como el teatro y el periodismo, frente a una literatura que lucha por encontrar la difícil clave de una escritura a la vez presente y abierta hacia el futuro, el cine cubano se mueve dentro de una línea que desde un principio me pareció la más eficaz: llegar a la cabeza del pueblo sin el fácil procedimiento de apuntar sus pies.



Uno de los ejemplos más conocidos es el de las películas documentales de Santiago Álvarez, pero muchos cineastas cubanos coinciden y realizan sus trabajos con la misma exigencia política y estética. Así empezó también el teatro de la Revolución, pero circunstancias que creo superables lo fueron alejando en el doble plano de la creación y el público.