sábado, 15 de junio de 2013

Los rasgos de la mexicanidad según Octavio Paz en el cine de entre 1977 y 1978 de Arturo Ripstein. PARTE 1


El cine de Arturo Ripstein se produce, casi siempre, de puertas para dentro; lo que ocurre en el exterior apenas sirve para afianzar la dualidad de sus protagonistas: por una parte un ser público, higiénico, decente, que respeta las convenciones y que incluso se erige en adalid de su defensa, y otro privado, perverso, corrupto, hipócrita. "El mexicano es un ser que se encierra y se preserva. Máscara el rostro y máscara la sonrisa", apunta Octavio Paz para resumir la incomodidad con que el mexicano actúa al mostrar públicamente su interior, al abrirse; al sincerarse al otro.


Por las cuatro películas que el director mexicano realiza entre 1977 y 1978 se pasean personajes “enmascarados”, celosos tanto de su intimidad y la de su familia como la de los demás; personajes que cuando se hacen públicos "tan siquiera se atreven a rozar con los ojos al vecino" (OP).

Tal y como ya realizaría Buñuel durante su etapa mexicana, Ripstein incide crudamente en las perversiones humanas, en esos extremos aparentemente psicóticos o enfermizos, pero muchas veces presentes en nuestro vecino, en nuestra anciana tía, en el respetable comisario de policía o en nosotros mismos, que trascienden sólo al cerrarse las puertas y que en muchas ocasiones pueden estar casi tan justificados ética o socialmente como la mismísima y mediocre normalidad; centrándose en el reverso lúgubre de lo que el mexicano hace público y que por tanto esconde bajo aquello que Octavio Paz llamó “máscara” en su Laberinto de la soledad. Porque parafraseando al premio Nobel, el cine de Ripstein muestra la vida del mexicano, “la concepción de la vida como combate; la posibilidad de chingar o ser chingado. Es decir, de humillar, de castigar y ofender. O a la inversa”.


El Ripstein de la década de los 70 no es aún el director atroz, crudo, de desesperada y descompuesta visión del mundo, de personajes extremos y atormentados únicamente galvanizados por sus instintos y pulsiones más primitivas, en que se convertiría tras su unión sentimental y profesional con la escritora y guionista Paz Alicia Garciadiego (con quien comenzaría a colaborar en 1986 con "El imperio de la fortuna"); pero aún sin llegar serlo, de su cine de esta década emanan los rasgos, usos y abusos propios, en palabras de Octavio Paz, del mexicano.


El vividor Pancho: camionero sin raíces, galán y macho bajo su máscara de apariencia pero al mismo tiempo hijo pródigo, ridiculizado y de moral servil frente al patriarca del pueblo en El lugar sin límites, la entrañable tía Alejandra de la película de igual título: tierna en apariencia, entrañable anciana y sostén económico de la familia de su sobrino pero practicante puertas para adentro de su habitación de luctuosas liturgias negras y vengativo espiritismo, el Tarzán Lira de Cadena Perpetua: exladrón arrepentido y ahora trabajador del mismo banco que antaño planeó robar, o la totalidad del pueblo donde discurre La viuda negra, en la que ni uno sólo de sus habitantes muestra su verdadero rostro, estableciendo una barrea, una muralla entre la realidad, la verdad y ellos mismos. Personajes todos ocultos bajo un disfraz social.



"El mexicano siempre está lejos; lejos del mundo y de los demás, también de sí mismo" (OP), tan lejos del mundo como lo están los personajes aislados en su propia casa de El castillo de la pureza, como lo están los vecinos del pueblo donde se desarrolla El lugar sin límites o donde se había desarrollado años atrás Tiempo de morir, tan lejos de sí mismos como el ladrón de Cadena Perpetua o como el cura de La viuda negra que tan sólo consigue liberarse de las ataduras morales y convencionales mediante el fuego carnal, enfrentándose así a lo que proviene de fuera: recato, pudor, ceremonia...

La mentira, "de importancia decisiva en la vida cotidiana; para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos" (OP), vertebra las tramas de dos de las películas de este periodo: La viuda negra y Cadena perpetua. En la primera, una joven sugerente, abocada a la provocación erótica tras la educación represiva recibida desde la infancia en un orfanato, entra a trabajar como ama de llaves del sacerdote de una aldea aburguesada. A la llegada de la extraña los celos se traslucen entre las mujeres de la villa, envidiosas de su salvajismo erótico primario. 


El médico del pueblo, solterón desesperado, se enamora lujuriosamente de la recién llegada, quien acaba por rechazarlo tras un intento de violación. La verdad se transforma en perversa falacia cuando el médico informa al pueblo de que es él quien ha sido seducido por el ama de llaves y, con la intención de deshacerse de cualquier rastro de culpa, sugiere que el cura haya podido ya haber aceptado tales insinuaciones. 

Tras reunir a un pueblo escandalizado e inquisitivo que, sin querer oír la verdad, pide "la cabeza" de la joven seductora, acaba por cumplirse el efecto Pigmalión y ama de llaves y sacerdote convergen en un romance tórrido y fugaz que concluye con la muerte del sacerdote (por una extraña mezcla de culpa, amor y pasión), no sin antes asistir a la indignidad del pueblo reseñada en la inatención del médico hacia el paciente y del resto de mujeres que dejan morir al sacerdote alegando que como pecador consideran merecido su "divino" castigo. 


Pero antes de morir, febril y agonizante, el cura le transmite a su amante la totalidad de los secretos de confesión de los habitantes del pueblo. Ellos, que han dejado morir al cura por pecador, de pronto pasan a temer que aquella mujer instintiva y despechada haga públicas sus mentiras, sus faltas, sus infidelidades, sus corrupciones, sus pecados mortales, y de esta manera les quite la máscara: esa mentira que se ha instalado en su ser y "se ha convertido en el fondo último de su personalidad".

martes, 11 de junio de 2013

Los Olvidados. LUIS BUÑUEL, 1951. Desde Julio Cortázar

Con todo lo que me gustan los perros, siempre se me ha escapado el andaluz de Buñuel. Tampoco conozco La edad de oro. Buñuel-Dalí, Buñuel-Cocteau, Buñuel-alegres años surrealistas: de todo tuve noticias en su día y a la manera fabulosa, como en el final de Anabase: «Mais de mon frére le poète on a eu des nouvelles... Et quelques-uns en eurent connaissance...» De pronto, sobre un trapo blanco en una salita de París, cuando casi no iba a creerlo, Buñuel cara a cara. Mi hermano el poeta ahí, tirándome imágenes como los chicos tiran piedras, los chicos dentro de las imágenes de Los olvidados, un film mexicano de Luis Buñuel.

He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad, es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas —esas garantías oficiales no escritas de la sociedad, ese who's who bien delimitado— se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de facción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.


El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel; ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letargías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de su realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser.

Así se instala el horror en plena calle, con una doble medida: el horror de lo que sucede, de eso que, claro, siempre sería menos horrible leído en el diario o visto en una película para uso de delfines; y el horror de estar clavado en la platea bajo la mirada del Jaibo-Buñuel, de ser más que testigo, de ser —si se tiene la honradez suficiente— cómplice. El Jaibo es un ángel, y bien se nos ve en la cara cuando nos miramos unos a otros al salir del cine.


El programa general de Los olvidados no pasa y no quiere pasar de una seca mostración. Buñuel o el antipatetismo: nada de enfoques de agonías al modo de la de Kuksi (En cualquier lugar de Europa) o documentación detallada de un caso (La búsqueda). Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro; aparecen y sucumben como las gentes que encontramos y perdemos en los tranvías; a propósito, para que sintamos nuestra ajenidad responsable. Buñuel no nos da tiempo de pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos, la cosa sigue. «Demasiado tarde», ríe el ángel feroz. «Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras». Y nos lleva delicadamente por la pesadilla. Primero a una calesita empujada por niños jadeantes y extenuados, en la que otros niños que pagan montan los caballitos con dura alegría de reyes. Después un camino desierto donde una pandilla se ensaña con un ciego, o a una calle donde asaltan a un hombre sin piernas y lo dejan de espaldas en el suelo, monstruoso de impotencia y angustia mientras su carrito de ruedas se pierde calle abajo. Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulaban. Gentes a las que teníamos un algo de confianza, se envilecen a última hora. Hay tres inocentes totales, y son tres niños. Uno, «Ojitos», se perderá en la noche con su talismán al cuello, envejecido a los diez años; otro, Pedro, está a punto de salvarse, pero el Jaibo vela y le devuelve su destino, el de morir a palos en un pajar; el tercero, Metche, la niña rubia, recibirá la primera gran lección de vida a cargo de su abuelo: tendrá que ayudarlo a llevar a escondidas el cadáver de Pedro hasta un vaciadero de basuras, donde rodará con todos nosotros en la última escena de la obra. Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.


Aquí en París se ha reprochado a Buñuel su evidente crueldad, su sadismo. Los que lo hacen tienen razón y buen gusto, es decir que esgrimen armas dialécticas y estéticas. Personalmente opto aquí por las armas que se emplean en las faenas de la película; no sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre. En el «Journal» de Ernst Jünger, que acaba de publicarse aquí, el autor y sus amigos del comando alemán «oyen hablar» de las cámaras letales donde se extermina a los judíos, cosa que les produce «marcada desazón», porque podría ocurrir que fuese cierto... Así también los escamoteos del horror desazonan parsimoniosamente a los públicos; por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba, y para eso está Buñuel. Yo le debo una de las peores noches de mi vida, y ojalá mi insomnio, padre de esta nota, valga en otros para obra más directa y fecunda. No creo demasiado en la docencia del cine, pero sí en la lenta maduración de testimonios. Un testimonio vale por sí, no por su intención ejemplarizadora. Los olvidados barre con la mayoría de las películas convencionales sobre problemas de infancia; acabar con ellas sitúa y delimita su propia importancia. Como ciertos hombres y ciertas cosas, es un faro al modo que lo entendía Baudelaire; quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en «un cri répété par mille sentinelles...»


Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de cosas que lo hace posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis (imposición de una forma ajena, de un orden que no es el suyo propio) lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro, lado, y todos rodeamos el lecho del señor Valdemar.
Entonces entra el Jaibo.

JULIO CORTÁZAR. Obra crítica.

viernes, 7 de junio de 2013

Leonard Cohen circunvalado por Julio Cortázar

(...) Vení pronto, comediante del viejo palomar, pedacito del cielo celeste, culito lindo, aquí en esta silla y ahora hago café para evribodi, ristretto, che, ristrettisimo como un cuadrito de Chardin todo sustancia y luz y perfume, un café que condense las magias de la noche como esas canciones de Leonard Cohen que me regaló Francine y que me gustan tanto.


LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar