Con todo lo que me gustan los perros, siempre se me ha escapado el andaluz de Buñuel. Tampoco conozco La edad de oro. Buñuel-Dalí, Buñuel-Cocteau, Buñuel-alegres años surrealistas: de todo tuve noticias en su día y a la manera fabulosa, como en el final de Anabase: «Mais de mon frére le poète on a eu des nouvelles... Et quelques-uns en eurent connaissance...» De pronto, sobre un trapo blanco en una salita de París, cuando casi no iba a creerlo, Buñuel cara a cara. Mi hermano el poeta ahí, tirándome imágenes como los chicos tiran piedras, los chicos dentro de las imágenes de Los olvidados, un film mexicano de Luis Buñuel.
He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad, es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas —esas garantías oficiales no escritas de la sociedad, ese who's who bien delimitado— se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de facción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.
El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel; ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letargías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de su realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser.
Así se instala el horror en plena calle, con una doble medida: el horror de lo que sucede, de eso que, claro, siempre sería menos horrible leído en el diario o visto en una película para uso de delfines; y el horror de estar clavado en la platea bajo la mirada del Jaibo-Buñuel, de ser más que testigo, de ser —si se tiene la honradez suficiente— cómplice. El Jaibo es un ángel, y bien se nos ve en la cara cuando nos miramos unos a otros al salir del cine.
El programa general de Los olvidados no pasa y no quiere pasar de una seca mostración. Buñuel o el antipatetismo: nada de enfoques de agonías al modo de la de Kuksi (En cualquier lugar de Europa) o documentación detallada de un caso (La búsqueda). Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro; aparecen y sucumben como las gentes que encontramos y perdemos en los tranvías; a propósito, para que sintamos nuestra ajenidad responsable. Buñuel no nos da tiempo de pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos, la cosa sigue. «Demasiado tarde», ríe el ángel feroz. «Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras». Y nos lleva delicadamente por la pesadilla. Primero a una calesita empujada por niños jadeantes y extenuados, en la que otros niños que pagan montan los caballitos con dura alegría de reyes. Después un camino desierto donde una pandilla se ensaña con un ciego, o a una calle donde asaltan a un hombre sin piernas y lo dejan de espaldas en el suelo, monstruoso de impotencia y angustia mientras su carrito de ruedas se pierde calle abajo. Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulaban. Gentes a las que teníamos un algo de confianza, se envilecen a última hora. Hay tres inocentes totales, y son tres niños. Uno, «Ojitos», se perderá en la noche con su talismán al cuello, envejecido a los diez años; otro, Pedro, está a punto de salvarse, pero el Jaibo vela y le devuelve su destino, el de morir a palos en un pajar; el tercero, Metche, la niña rubia, recibirá la primera gran lección de vida a cargo de su abuelo: tendrá que ayudarlo a llevar a escondidas el cadáver de Pedro hasta un vaciadero de basuras, donde rodará con todos nosotros en la última escena de la obra. Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.
Aquí en París se ha reprochado a Buñuel su evidente crueldad, su sadismo. Los que lo hacen tienen razón y buen gusto, es decir que esgrimen armas dialécticas y estéticas. Personalmente opto aquí por las armas que se emplean en las faenas de la película; no sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre. En el «Journal» de Ernst Jünger, que acaba de publicarse aquí, el autor y sus amigos del comando alemán «oyen hablar» de las cámaras letales donde se extermina a los judíos, cosa que les produce «marcada desazón», porque podría ocurrir que fuese cierto... Así también los escamoteos del horror desazonan parsimoniosamente a los públicos; por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba, y para eso está Buñuel. Yo le debo una de las peores noches de mi vida, y ojalá mi insomnio, padre de esta nota, valga en otros para obra más directa y fecunda. No creo demasiado en la docencia del cine, pero sí en la lenta maduración de testimonios. Un testimonio vale por sí, no por su intención ejemplarizadora. Los olvidados barre con la mayoría de las películas convencionales sobre problemas de infancia; acabar con ellas sitúa y delimita su propia importancia. Como ciertos hombres y ciertas cosas, es un faro al modo que lo entendía Baudelaire; quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en «un cri répété par mille sentinelles...»
Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de cosas que lo hace posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis (imposición de una forma ajena, de un orden que no es el suyo propio) lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro, lado, y todos rodeamos el lecho del señor Valdemar.
Entonces entra el Jaibo.
JULIO CORTÁZAR. Obra crítica.
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