jueves, 14 de junio de 2012

Into the abyss. WERNER HERZOG, 2011 (I)


La deshumanización se representa en la pérdida de personalidad y en el despojado de autonomía e individualidad; los presos rechazados por sus familias y abandonados por la sociedad, ejecutados por sus crímenes penales, permanecen anónimos en el cementerio estatal. Los asesinos permanecerán “su eternidad” siendo dígitos, privados de nombre sobre las cruces que los evangelizan en la hora de su muerte, apestados hasta la animalización, despojados de individualidad, fuera de una humanidad que los considerara seres anominales, en un cementerio estatal higiénico más parecido conceptualmente a una fosa común. Ahí reposan, de espaldas a la sociedad, deyectados por quienes fijaron las normas de convivencia y las leyes que los aniquilaron, los ejecutados por el Estado norteamericano.

Las imágenes con las que abre su documental Werner Herzog recuerdan a aquellas otras que sus compatriotas y compañeros generacionales realizaron en 1978 sobre la convulsión ética y política causada por el terrorismo de Estado que a finales de los 70 el gobierno de la República Federal Alemana ejecutó contra los miembros del grupo terrorista RAF. “Nadie quiere enterrarse junto a los terroristas”, se comenta a lo largo de Otoño en Alemania; “Nadie quiere sepultar a un terrorista”.


Herzog comienza su corrosivo Into the Abyss mostrando el servilismo conformista del párroco encargado de conversar y ofrecer la extrema unción a los presos que abandonan el pasillo de la muerte para recibir la inyección letal. Discurso de un cristianismo atávico y repugnante, el que le ofrece el cura a Herzog, incapaz de alterar lo érroneo de los sistemas humanos y proyectándolo a lo divino como causa justa de las leyes de Dios. “¿Por qué Dios permite la pena capital?” Le pregunta el director, “No sé la respuesta”, responde humillado el párroco.

Si bien, de las palabras del párroco subyacen reivindicaciones contra la pena de muerte, las mismas que le declara explícitamente al inicio del documental Herzog a Michel Perry, mientras éste espera en el corredor de la muerte. Queriendo ser Dios, yendo contra aquello que siendo humano se eleva a más altas instancias de fe, sabiendo que si pudiera revelarse, la decisión del párroco sería desmontar la falacia discursiva que lleva a un ser humano a ser ejecutado. Si él pudiera decidir, lo haría como aquella otra vez que pudo frenar su coche y salvar de ser atropellado por su carrito de golf a dos ardillas. Conformismo que proviene de su cargo y de su alza cuellos, inherente, consustancial; evidente e intencional carencia de una visión global suficiente como para defender y proteger al ser humano de sí mismo y de sus creaciones legales y de fe.


A lo largo del documental se intercalan imágenes reales grabadas por la Brigada de Policías encargados de investigar el homicidio múltiple. Las imágenes de la casa donde tuvo lugar el crimen recuerdan al Haneke de Funny games; lugar “idílico y seguro”, en el que aún permanecen intactos, ajenos a la muerte, los detalles cotidianos, en pleno funcionamiento, mostrando su apariencia de bienestar. La televisión continúa encendida, un libro de recetas reposa sobre la encimera de la cocina junto al bizcocho que pudo haberse cocinado en el horno. Un adosado en una zona residencial en Texas, a muchos kilómetros de San Diego, pero que no deja de ser la misma casa en la que un Sófocles postmoderno reaparece disfrazado de parricida mesiánico en My son, my son what have ye done.



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