viernes, 2 de septiembre de 2011

El Castillo de la pureza. ARTURO RIPSTEIN. México, 1972


Sorprende comprobar como una misma perversión humana puede permanecer de verosímil actualidad durante más de 50 años, hasta el punto de poder ser considerada tan propia y consustancial a la sociedad mexicana de la década de los 50 del siglo pasado como a la griega de hoy en día.

A finales de los años 50 trascendió en Ciudad de México el caso de Rafael Pérez, iluminado y obsesivo paranoico, autodenominado “librepensador”, que ante la violenta y brutal realidad social de la época decidió proteger a su familia encerrándola en su propia casa, negándoles la posibilidad de mantener ningún tipo de contacto con el hostil exterior. Rafael Pérez se mantuvo durante dos décadas como único vínculo entre los dos mundos, mientras su familia permanecía aislada, en una cuarentena eterna. A lo largo del encierro, comenzado en un principio por él y su mujer, nacieron 6 hijos (bautizados con nombres más propios del anarquismo utópico que del México postrevolucionario: Libertad, Voluntad, Porvenir…), los cuales hasta el día de la detención del padre no habían salido jamás de su “castillo de la pureza”, tal y como Ripstein y el escritor y cooguionista Jose Emilio Pacheco decidieron llamar a la casa y omónimamente a la película que del suceso realizaron. Un título tomado de un verso de Ígitur de Mallarmé “alejada la nada queda el Castillo de la pureza” y ya utilizado anteriormente por el gran diseccionador de la mexicanidad, Octavio Paz, para un ensayo sobre Duchamp.


La película se inicia presentando la casa –la cárcel, el castillo-; construcción colonial típica del cine de Ripstein vertebrada en torno a un patio central centrífugo, y definiendo su denso y agobiante tono simbólico: lluvia constante y unidad fotográfica en ocre. Por la casa -su patio, sus habitaciones superiores, el taller y sus galerías bajas- se mueven como autómatas y como si de un solo ser unitario fuera, la mujer y los tres hijos del protagonista, de nombre Gabriel Lima.


Desde el inicio, sin concesiones, presenciamos lo aberrante cotidiano, la perversión de unos códigos alterados en términos disciplinarios, autoritarios y conductistas, que llevan a la anulación de las personalidades de mujer e hijos mientras, indefensos, asumen su completa confianza y dependencia por el Dios que impone y dispone normas, conductas y convenciones. Para la familia Lima lo opresivo es lo de afuera, aun sin conocerlo; el encierro verdadero, la cárcel, se produce en el exterior, no en el castillo donde permanece protegida viviendo “libre” de tentaciones, vicios, violencia y corrupción. “Afuera es feo”, proclama el personaje de la hija mayor interpretado por Diana Bracho.


Los castigos rituales, la educación sistemática, la cotidianidad inalterable y cronometrada, los ejercicios físicos marciales a golpe de bastón, la rutina laboral –los hijos sostienen en una suerte de explotación laboral la economía familiar al dedicarse a preparar raticidas que el padre vende por droguerías y farmacias-, nos muestran la obsesión paterna por construir un pequeño mundo totalitarista mediante el que proteger del exterior a su familia y librarlos de la corrupción exterior; una corrupción de la que él goza en sus puntuales salidas descargando sus pasiones e instintos a espaldas de su familia.

La familia permanece aislada no sólo del espacio exterior sino del tiempo presente, así, los juegos que practican los hijos junto a su madre –basados argumentalmente en aguafuertes de Goya- resultan no sólo ambiguamente eróticos y sensuales, sino ingenuamente anacrónicos, tanto como la relación que mantienen los “encerrados” con la lluvia, único elemento externo presente e incontrolable, símbolo de libertad, y con la que se empapan gozosamente en sus momentos de descanso de forma entre ritual y manumisora.



Pero poco a poco los muros del castillo comienzan a agrietarse: las primeras pulsiones sexuales de sus hijos mayores que concluyen con un episodio de incesto descubierto y reprimido por el padre, los celos con su mujer a la que le achaca no haber sido virgen en el momento de haberse conocido veinte años antes, la falta gradual de disciplina por parte de sus hijos… llevan al Dios obsesivo, retratado como el personaje maniático y paranoico de “Él” de Buñuel, a afianzar contrariado su autoridad sobre la familia aplicando nuevos, gratuitos y más aberrantes castigos que de tan insostenibles acaban  por germinar en un principio de reacción de rebeldía y de necesidad de huida por parte de sus hijos.


La noticia real del encierro inspiró en México, además de la adaptación de Ripstein, la novela “La carcajada del gato” de Luis Spota y la obra teatral “Los motivos del lobo” de Sergio Magaña. Cuenta Ripstein que mientras escribía el guión junto José Emilio Pacheco siempre creyó estar realizando una comedia ligera, “cuando se lo leímos a nuestras esposas, nos miraron con unos ojos verdaderamente de pánico, mientras Pacheco y yo nos botábamos al suelo de la risa”. Curiosamente, esa ironía que el director consideró que trascendía en su guión fue desarrollada, con un sentido más mediterráneo, casi cuarenta años más tarde por el griego Giorgos Lanthimos en su igualmente perversa “Canino”. No mucho habrá cambiado la cosa para que en ambas películas descubramos un más que creíble y contemporáneo reverso de una sociedad que tiende a esconder su mierda bajo la alfombra.



ESCENA DAGUERROTIPO

Gabriel Lima entra en el coche policial tras ser detenido. Tras una denuncia relacionada con la licencia de fabricación de los raticidas dos agentes de policía le han acompañado a casa. Justo en el momento en que los policías cruzan la puerta Gabriel Lima se derrumba. Dos intrusos han mancillado la pureza de su castillo, invadiéndolo y violando su sacralidad. Se resiste, amenaza con matar a su hijo, trata de incendiar la casa hasta que finalmente es reducido.

Huérfanos, su mujer y sus hijos, con periódicos en la cabeza al ser ya sensibles a una lluvia que pertenece a un exterior que de pronto es ya alcanzable, permanecen bajo el quicio de la puerta de entrada al castillo. Suenan sirenas y tambores en claro homenaje al Nazarín de Buñuel -película fundamental para Ripstein y por la que tras verla decidió dedicarse al cine-. La película se cierra con el close-up del rostro de la madre, seria, reflexiva, dudando entre esperar a su marido u ocupar ella el espacio vacante del Dios.


DÓNDE

o directamente en Youtube desde:

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