Cuenta Jay Leda en su Historia del film ruso y soviético, que durante los años previos a 1917, en Zurich, caída la noche, cuando la ciudad comenzaba a apagarse y sus gentes a recogerse, después de un día dedicado al estudio en la Biblioteca Central de Zurich, se podía ver entrar a un hombre taciturno, de calva refulgente y mirada afilada, con boina y casaca negras, en alguna de las pequeñas salas cinematográficas de la ciudad donde se proyectaban noticieros sobre la Guerra Mundial, los esfuerzos diplomáticos de los gobiernos europeos o los avances científicos.
Aquel hombre no iba allí en busca de entretenimiento o evasión, no iba para divertirse o disfrutar de las grandes producciones italianas; no acudía al cine por cualquiera de los propósitos conocidos de la concurrencia a una sala cinematográfica. Aquel hombre iba para estudiar Europa, observar en los noticiarios la apariencia y temperamento de las gentes de los países en guerra, las caras de los diplomáticos y generales -especialmente de aquellos que habían decidido que su muerte, la de aquel hombre, haría al mundo más seguro-.
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