jueves, 4 de octubre de 2012

Schumann frente a Julio Cortázar

Asomarse a la música de Roberto Schumann es como asomarse a su alma. Esto, que resulta válido para con la mayoría de los románticos, adquiere en el caso del músico alemán una dolorosa profundidad. Dolorosa sí, pero cuán dulce y bella. Música escrita en momentos inefables, esos momentos que sólo los santos y los artistas viven. Esos momentos de total comprensión del universo cuando, ante la majestad de todo lo creado se descubre, asimismo, la lastimosa pequeñez de la vida humana. Schumann, obsesionado por la angustia de una existencia falta de equilibrio, presintiendo acaso la locura que habría de asirlo, como a Nietzsche, en sus últimos años, se vuelca hacia el mundo interior, un mundo que su espíritu y su arte crean, un mundo distinto del triste mundo que le revelan sus sentidos. Porque la música es como un cosmos que nos abarca a todos; esfera dentro de otra, contenida, sí, pero no confundida. Esfera que, por obra de genios como Schumann, nos llega ahora, brotando de un teclado, para acercarnos a su drama, a su belleza. Si existe un don divino del artista, ese don no es su arte, conquista humana; ese don es la entrega generosa que el artista hace de su cosmos, para que el resto de los hombres pueda inclinarse sobre él, y maravillarse, y sentirse un poco por encima del panorama cotidiano. Schumann confía a la música todos sus tesoros interiores. La música nos lo trae ahora, como un hondo legado de belleza.



Estas Escenas infantiles que vais a escuchar dentro de un momento, son quizá la obra más pura de Schumann. “Escenas infantiles”. Su nombre es ya un enunciado cristalino. Resulta casi increíble saber que fueron compuestas en momentos de intensa depresión sentimental, cuando Schumann se sentía al borde de la angustia, y se aferraba a su piano y a las ideas que cantaban en su corazón para no dejarse arrastrar por un torbellino, uno de esos torbellinos que, en una sensibilidad hipertrofiada como la suya, lo conducían hacia el espejismo engañoso del suicidio. Para huir de eso, para rechazar los primeros aletazos de la locura, Schumann escribe la música, y brotan los Conciertos, el Carnaval, Manfredo, Las mariposas, y estas infinitamente claras Escenas infantiles que son un rayo de sol en la atormentada atmósfera de su arte.




Habéis leído los nombres de los trozos –cuya pequeñez tiene la perfección de las piedras talladas, y que nada ganarían con mayor longitud. Nombre que hablan claro en el espíritu del oyente: asomo de la intención que guiaba a Schumann al crearlas. Porque estas Escenas infantiles significan un inclinarse sobre ese mundo tan particular y tan delicado que es el mundo de los niños. Mundo donde las proporciones no son la que nosotros aceptamos,; donde el miedo al cuco representa mucho más que la filosofía de Kant, y donde un juguete es más codiciable que un alto puesto o una mina de carbón. Mundo al que sólo podemos entrar llevando el amor por llave; el amor hacia el niño, hacia sus dimensionas tan suyas. Mundo que Schumann, con esa magia tan propia del músico, nos revela y nos aclara. Ved esos nombres: “De países y hombres extraños”, que encierra quizá ese sentido de lo remoto, de lo desconocido, tan penetrante en los niños, y que explica su gusto por los relatos fantásticos; “Curiosa historia”, “Jugando al gallo ciego” –juegos, relatos, eso es la esencia infantil, ése es su pequeño paraíso de breves años, que pierde luego por otros menos dulces-, “niño implorando”, “Alegría perfecta”, “Un gran acontecimiento”, menciones que iluminan momentos de toda vida infantil; el deseo de ir al circo, la dicha de un postre ambicionado, el nacimiento de un hermanito... Todo esto late, todo esto se agita en las escenas que intento definir; ved estos otros títulos: “Ensueño”, “Junto al fuego”, “Cabalgando el caballito de palo”... Y, como interrumpiendo la juguetona serie de esbozos, una evocación recogida: “Casi demasiado serio”... Ah, pero no es más que el título; los niños están siempre allí, fingiendo una gravedad que pronto se romperá con regreso a su ingenua condición.




¿Por qué? Pues vedlo: “Viene el cuco”. Asistimos al diálogo delicioso entre la ternura y el miedo, entre una madre que debe corregir y un niño que, a pesar de su miedo momentáneo, reincide en la travesura...

El paseo está concluyendo. Cansado de jugar, “El niño se duerme”. Tal es el nombre del último trozo dedicado a ese universo de juguetes y risas de poesías. El músico –el poeta- cierra las puertas del mundo de los niños. Lo hace dulcemente, con palabras que os llegarán al corazón porque han nacido de un corazón que amó mucho, y sufrió mucho, y tuvo el destino desgraciado de aquellos que son demasiado grandes para vivir nuestra pequeña vida humana. Pero que no se van sin dejarnos, a manera de un mensaje lleno de belleza, obras como la que vais a escuchar, interpretada por un artista que ama a Schumann, lo comprende, y quisiera que todos lo amarais y comprendierais como él.




"Para las Kinderszenen de Robert Schumann (Papeles inesperados)". JULIO CORTÁZAR, 1938.

1 comentario:

  1. Bueno, dando una vuelta por el blogesfera y encuentro este maravilloso Motel. Me voy a alojar en la habitación número 32. Mientras me acomodo iré viendo. No se preocupe suelo pórtame bien. Saludos cordiales

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