Ella siempre soñó con ir a Japón, con ascender el monte Fuji, con bailar Butoh; con disfrutar del efímero espectáculo del florecimiento de los cerezos en primavera. Ese imaginario y toda la mitología construida sobre Japón han resultado las únicas vías de escape a su cuadriculada vida de madre modelo, esposa abngegada y perfecta ama de casa en un pueblecito alemán del interior. Su vida se ha escapado mientras ella se entregaba a su única labor; la de proporcionar tranquilidad, ni siquiera felicidad, a su marido; un burócrata de vida monótona y sin apenas inquietudes ajeno a los íntimos deseos de su mujer; el extraño que con su indiferencia acaba por tiranizar a su guardián. Y junto al del marido también su tiempo lo dedicó al cuidado y educación de sus tres hijos que, una vez emancipados, han perdido todo contacto sincero con sus padres; fruto de la tantas veces tratada por Ozu incomunicación y fractura generacional. Cría cuervos.
Cuando ella descubre que su marido tiene un cáncer terminal decide, pese a la atávica apatía de él, aprovechar el tiempo que les queda juntos y recuperar algunos de los antiguos proyectos comunes como el de visitar en Berlín a sus hijos o pasar una temporada en la playa. Con Japón, claro, siempre en la memoria.
Pero no es él, sino ella, será posible, justo cuando iba a ser libre, quien una mañana no despierta; y no es ella, sino él, tras darse cuenta de su dictadura ejercida durante toda su vida sobre los sueños de su mujer, quien se ve obligado, hereditariamente, a cumplir éstos.
Tokio le recibe luminoso, exuberante, colorista, hospitalario; no así su hijo que lleva cinco años trabajando como contable en la capital nipona y se resigna, por una obligación filial que le desagrada, a hospedar a su padre, a un estorbo, durante unos días. Los ecos de Ozu tan presentes durante la primera mitad del film, curiosamente desaparecen cuando Doris Dörrie filma con su cámara digital en Japón; y lo hace para proclamar que lo que una y otra vez contaba en sus películas el gran maestro japonés es extrapolable al mundo entero por igual.
Y mientras, nuestro protagonista, desamparado, desahuciado, despojado de su pilar vital de sustento, ajeno a sí mismo, penetra en los intestinos de la urbe mientras la música adquiere un toque de fábula y la fotografía barroca una aureola de misterio mágico y las imágenes se recrean en los ritmos de vida de sus habitantes, en su orgía de luces y sus ofertas sensuales, en sus vaivenes acompasados y sus flujos sistémicos, en sus parques y sus tradiciones… en sus cerezos en flor.
Ella había guardado durante toda su vida, como si de un tesoro se tratara, un pequeño libro de fotografías en el que ejecutaba movimientos de danza Butoh. Con este librito como brújula y fetichistamente vestido con las ropas de su esposa, él recorre la ciudad en busca de ese misterio intangible, para él aún incomprensible, que se expande en el interior de la cultura japonesa y que tanto fascinó a su mujer. Una verdad, un espíritu; un alma. Cosas que él nunca poseyó.
En plena búsqueda errática descubre a una joven bailarina que realiza en un parque público una extraña danza en la que mezcla conceptos más propios de las performances occidentales –como la introducción de un teléfono con el que dice poder hablar con su madre muerta- y de la danza contemporánea con técnicas sacadas de los teatros No y Kabuki. Él queda fascinado; ha conocido a su Caronte.
Así es como ambos, marido alimentado de remordimientos y deudas con su esposa fallecida, y espiritual y floreciente barquera japonesa, emprenden el último viaje de aquél hasta los pies del Monte Fuji para reencontrarse allí con su mujer; un último viaje hasta los lagos donde el monte mítico se refleja, en paralelo al que realiza Takeshi Kitano para despedirse de su silente y enferma esposa en Hana-Bi.
LA ESCENA DAGUERROTIPO
Él la ve bailar en el parque, bajo las flores de los cerezos y el colorido desbordante de la primavera japonesa y le pide que le enseñe algunos movimientos de Butoh para poder así comprender el deseo íntimo de su esposa; para poder asirlo, aprehenderlo; para, por fin, reencontrase con ella llevando a cabo su sueño.
DÓNDE
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Cada vez más ganas de Japón. Quién me lo iba a decir a mí. Cualquier día aterrizo en Narita.
ResponderEliminarLietta