Nuestra historia debería comenzar en 1957. Miles Davis acaba de viajar a Europa para realizar junto a músicos locales su segunda gira por el viejo Continente. Debido a problemas de producción y descordinación entre los promotores, finalmente de los 20 conciertos programados acaban suspendiéndose más de la mitad, lo que le permite a Davis disfrutar del París bohemio que tanto adora su bebop vanguardista.
En Europa el trompetista se siente cómodo y relajado, fuera del cliché de músico peyorativamente negro que le persigue por los locales de jazz americanos. Ocho años antes, en 1949, Davis ya había visitado París y disfrutado de su cultura, su arte y su nocturnidad, siendo recibido con los brazos abiertos tanto por intelectuales como Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, como por artistas del perfil de Boris Vian o Juliette Greco, con quien mantendría una tórrida y escandalosa relación.
Gracias a la cantante francesa y a Jean Paul Rappenau, futuro director y que por entonces trabaja como ayudante cinematográfico y al mismo tiempo Jefe del equipo técnico del promotor de la gira de Davis, el músico conoce a un jovencísimo Louis Malle, quien con 24 años y la única experiencia de haber sido cámara y ayudante de Jacques Cocteau para uno de sus documentales sobre el océano, acaba de concluir su ópera prima, titulada “Ascensor para el Cadalso”, una incursión en el cine negro en el que una pareja de enamorados decide asesinar al marido de ella y simular un suicidio para poder huir juntos.
Rappeneau pone en contacto a Davis con Louis Malle, un apasionado amante del jazz quien aún no ha decidido que pista de sonido será la más adecuada para su película. Malle le propone al trompetista que cree una banda sonora para su film, y éste entusiasmado ante aquel extraño e inédito proyecto acepta el encargo con la condición de disponer de un piano y un proyector de cine con el que poder ver la película en la habitación de su hotel.
Durante dos semanas Davis trabaja en la habitación del hotel de una forma relajada, improvisando frente a las imágenes proyectadas, como si de un músico acompañante de una película de cine mudo se tratara. La madrugada del 4 de diciembre de 1957 Miles Davis aparece junto a un cuarteto de piano, saxo tenor, contrabajo y baterista en Poste de París donde Malle junto Boris Vian, la actriz protagonista Jeanne Moureau y varios técnicos de sonido les esperan.
Las escenas que requieren banda sonora han sido montadas en un bucle continuo para poder ser revisadas por la banda una y otra vez, y sobre estas imágenes los cinco músicos, completamente relajados y sin presiones, comienzan a improvisar en una sesión que durará más de 8 horas mientras Moureau reparte cócteles de su minibar improvisado.
Aquella noche pasaría con derecho propio a la leyenda del cine y del jazz. Esa música metálica y asordinada le proporcionará a la película una tonalidad y una atmósfera irrepetible, imposible de alcanzar sin la genialidad de Davis. Durante un momento de la grabación un trozo de piel se despega de los labios del trompetista para ir a colocarse en la boquilla, provocando una extraña sonoridad casi hipnótica dentro de un universo poético irrepetible.
Jamás una banda sonora se había vinculado de una manera tan plástica a una película. Aquella sesión cambió las reglas de la construcción musical para el cine, no sólo por introducir una música apenas utilizada hasta ese momento, sino por su nueva concepción de incluir la pista de audio de una manera inequívoca para enfatizar unas imágenes concretas.
La fuerza y modernidad de aquel film lleno de sombras, monólogos y reflexiones políticas, ajeno a los cánones del cine negro americano y propio de ese subgénero afrancesado denominado “cine noir”, mucho más humano y emocional que el de Hollywood, nunca se hubiera alcanzado sin asociarse a aquella magnética, hechizante y al mismo tiempo trágica banda sonora.
Aquellas imágenes míticas de Jeanne Moreau, rodada con luz natural y sin maquillaje, abatida y melancólica, sola como nunca nadie lo ha estado entre la multitud, recorriendo bajo la lluvia las calles de un París sombrío y en blanco y negro, desesperada mientras aguarda la llegada de su amante sin saber que éste ha quedado encerrado dentro de un ascensor después de asesinar a su marido; esas imágenes hermosas y trágicas, nunca hubieran sido las mismas sin aquel sonido desgarrado y casi milagroso de la sordina Hammond de Miles Davis, un música llena de matices trágicos, ansiosos y desesperados.
Para ver el Circuncines sobre Miles Davis y Ascensor para el Cadalso:
cómo me ha gustado este post y este circuncines, oleee!
ResponderEliminarOle!!!
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