Sería en el año 1968, nueve después después de la fundación del ICAIC, asentada la Revolución en las conciencias populares e
inmersa Cuba en conflictos ya no nacionales (Girón o la crisis de los
misiles) sino de calado mundial (Girón, la crisis de los misiles, la injerencia norteamericana, su alineamiento con Moscú... que permiten reforzar entre la población el
concepto socialista de patria y ahondar en el sentimiento revolucionario entre los
cubanos), cuando surgen las dos primeras grandes películas de la historia del
cine caribeño, “Lucía” de Humberto Solás y, especialmente, “Memorias del
subdesarrollo” de Tomás Gutiérrez Alea; filmes de arte, influenciados por las
vanguardias europeas no sólo en su estilo sino también en su intención
existencialista y de compromiso crítico, cuyo propósito no será mostrar
incondicionalmente las bondades y virtudes de la Revolución sino que deciden acercarse a ella de manera transversal, mostrando la soledad e incertidumbre de
personajes incapaces de comprender las transformaciones sociales que ocurren a
su alrededor.
Gutiérrez Alea ya había dirigido otras cuatro
películas, entre ellas las comedias “Las doce sillas” y “La muerte de un burócrata”, con
las que comienza a interesarse por la complejidad de los procedimientos sociales y su repercusión en la vida de quienes de estas sociedades participan como animales grupales. Ya por entonces Alea era considerado como uno de los directores y teóricos cinematográficos
más dotados de la Isla, si bien sería con “Memorias del subdesarrollo” con la
que gracias a su condición de observador ambiguo y temerario en su actitud de duda vital, búsqueda continua y replanteamiento social, acabará por asentarse en el trono del cine cubano.
“Pensar que antes la llamaban el París del
Caribe”, proclama Sergio, el polisémico protagonista del film, en referencia a
La Habana, “y ahora más bien parece una Tegucigalpa del Caribe”. Sergio camina
por las calles habaneras tras el triunfo de la Revolución, tratando de reflejarse, sin resultados, entre los rostros de una masa de la que se resiste
a formar parte.
Ya en la primera escena trasciende la soledad del personaje,
ajeno tanto a su clase acomodada como al pueblo, al despedirse en el aeropuerto
de su mujer y sus padres, que huyen a Miami temerosos de perder sus privilegios
sociales, con la misma indiferencia, incluso alivio, con la que recibe el
triunfo de la Revolución o deducimos que había soportado hasta entonces el
Régimen de Batista. Su soledad reside en la imposibilidad de entender lo que
ocurre fuera de su apartamento, guarida amenazada con ser nacionalizada y que
le sirve como celda y zigurat, refugio como el de Mónica Vitti en “El eclipse”, asilo de esa
otra “escenografía, esa ciudad de cartón” que es La Habana revolucionaria, una
urbe ajena e inalcanzable, incomprensible. “¿Qué sentido tiene la vida para
ellos?”, pregunta en su monólogo en off “¿Y para mí?”.
La lucidez del protagonista a la hora de
analizar la vacuidad de la sociedad burguesa batistiana y sus rastros de clase
decadente durante los primeros años de la Revolución o las miserias de los
contrarrevolucionarios a la hora de invadir Playa Girón, no impiden que se
muestre igualmente crítico con la sociedad naciente al achacarles su falta de
referentes culturales o espirituales. “No es una película que critica desde
afuera, como personaje. La crítica nos compromete, porque estamos dentro”,
reconoce el realizador.
Ese vaivén de ambigüedad es aplicable a la propia actitud del
personaje, ya que sus miserias parecen justificarse dentro del caos exterior
marcado por la incertidumbre que trasciende a los personajes y a una sociedad
recién creada y de puntales de desconocida resistencia.
Egocéntrico y misógino, su posición de
observador crítico e implacable de sus amigos, de sus familiares, de su entorno, de la masa y de sí
mismo, le hace caer en lugares comunes y al mismo tiempo en reflexiones
lúcidas.
Esa dualidad crítica del personaje que al
mismo tiempo abomina de la intervención imperialista norteamericana pero desconfía
de la actuación de los barbudos en el poder, determina sus relaciones
personales con familia, amigos y amantes; convirtiéndolo, con cierta actitud de
superioridad burguesa decadente, en un ser, dentro de los cánones sociales para él
incomprensibles, egoísta, misógino y descreído; un individuo que se mantiene ajeno al estado de ánimo
colectivo que reina a principios de los 60 en la isla; alguien que siempre ha
tratado de vivir como un europeo y que se siente tan alejado de la clase a la
que pertenece (una burguesía cubana que como único deseo tiene el de huir a
Miami) como del pueblo cubano,
subdesarrollado, como él lo considera, incapaz de “relacionar las cosas,
de acumular experiencias y desarrollarse”.
Tal es así que acaba el personaje minimizado por un entorno
hostil e indescifrable, sumido en la soledad de su apartamento, con el recuerdo
mitificado de un antiguo amor extranjero, la fantasía con la limpiadora de su apartamento, el
fracaso social y moral al enfrentarse al escarnio judicial por abuso a una menor,
detestando y detestado a y por su familia y sus amigos; solo, mientras la crisis de los misiles
estalla ahí afuera, en una solución dramática improvisada por Alea y Nelson
Rodríguez en la sala de montaje; sumergido en sus propios fantasmas.
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