De esta fase “visagra” del cine de Ripstein, es en la adaptación del libro homónimo de José Donoso, La
ciudad sin límites, donde aparece el personaje
más interesante –dado el conflicto social irresoluble en el que se embarca- y,
al mismo tiempo, más libre; el personaje en el que se representan o proyectan
nuevos rasgos del machismo vinculado la mexicanidad. La Manuela, homosexual
declarado, pájara parlanchina llena de vitalidad, el único personaje que no
trata de disimular su condición (no sólo sexual) y su deseo, que no miente, que
carece de máscara, que es puro y sincero.
Por fin un Alguien dentro de un mundo de Ningunos. Si
bien, y paradójicamente, es justo el único personaje sin máscara el más
expuesto a la realidad, a la dureza y hostilidad del ambiente, a la amenaza de
lo que proviene de afuera (de la misma que trataba de protegerse el padre de
familia de El castillo de la pureza),
"una amenaza que siempre flota en el aire y que obliga a cerrarnos al
exterior" (Octavio Paz).
Manuela no se cierra y su exposición acaba con
ella; el ambiguo, el ambivalente, ella que es él, que no es padre ni madre
sino, en apariencia y comportamiento jerárquico, hijo de su propia hija, que no
es puta aun viviendo en el burdel; la Manuela, quien parece ser el único consciente
del estado de aislamiento y encierro en el que viven en ese pueblo casi
abandonado y con amenaza de desahucio.
Las reacciones que tropiezan frente al personaje de la
Manuela identifican de forma meridiana otro de los rasgos de la mexicanidad
resumido en El laberinto de la soledad por
Octavio Paz: “la homosexualidad masculina es tolerada, a condición de que se
trate de una violación del agente pasivo”; así la Manuela forma parte del
pueblo, se la respeta dentro de su condición de atracción extemporánea que
figura entre sus preferidos entretenimientos festivos, ser anacrónico y amoral,
fuente de risas y humillaciones de las que participa incluso el patriarca,
quien bromea sobre su condición y juguetea dialécticamente con ella/él… pero
siempre y cuando se mantenga pasiva, se convierta en un objeto pasivo.
Pero no ocurre así y la Manuela acaba tomando una
actitud autónoma y decidida frente a Pancho, frente al macho solitario y
hedonista, a quien seduce con su puesta en escena, su música y su vestido rojo,
a quien hace participar de su juego de ambigüedad y a quien acaba besando en la
boca en lo que se convierte en un beso activo y además correspondido dentro del
influjo casi mágico de su sensualidad.
Pero el macho es despertado de su ensueño por su
cuñado. Pancho se percata de haberse convertido en el agente pasivo, en el
“violado”, de haber abdicado al mostrar parte de la ambivalencia natural de
todo ser humano, de haberse abierto al exterior superando sus máscaras, ya que
“el macho es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse a sí
mismo y de guardar lo que se confía” (O.P.). Es la segunda vez que le ocurre
tras mostrarse vulnerable ante la japonesita, la hija de la Manuela, quien le encuentra
“llorando como una mujer” tras recibir el escarnio del Patriarca hastiado de su
desagradecimiento pese a haberlo tratado como a un hijo.
En ambos casos Pancho responde con fuerza y violencia,
como se le exige al macho, al “Gran chingón; una fuerza manifestada como
capacidad de herir, de rajar, aniquilar, humillar” (O.P.).
El macho deja de serlo cuando se confía, cuando se
abre y muestra su verdadero interior, cuando se quita la máscara; “el mexicano
puede doblarse, humillarse, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo
exterior entre en su intimidad” (O.P.); debe ser hermético, críptico,
invulnerable, de ahí que Pancho, descubierto en clara e impropia muestra de su
intimidad, deba rectificar ahondando en los rasgos del macho, borrando toda duda
sobre su hombría sirviéndose de la violencia y la brutalidad.
Esa violencia de macho despechado es la que acaba con la Manuela, con el
testigo directo de su vulnerabilidad; asesinado/a a golpes en un descampado por
el Gran Chingón en su afán de recuperar su posición dominante y autoritaria, en
su afán de recuperar su máscara y empoderarse tras ella; ya que cuando el macho
actúa ha de ser tajante en su explosión de ira y autoridad, no valen medias
tintas que pongan en entredicho su masculinidad, “chingar o ser chingados”
(O.P.), de ahí que la descarga de violencia se deba aplicar hasta sus últimas
consecuencias, hasta la muerte de quien ha penetrado en la intimidad y ha osado
observar el interior.
seve interesante
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