miércoles, 28 de septiembre de 2011

Los rasgos de la mexicanidad según Octavio Paz en el cine de entre 1977 y 1978 de Arturo Ripstein. PARTE 3


De esta fase “visagra” del cine de Ripstein, es en la adaptación del libro homónimo de José Donoso, La ciudad sin límites, donde aparece el personaje más interesante –dado el conflicto social irresoluble en el que se embarca- y, al mismo tiempo, más libre; el personaje en el que se representan o proyectan nuevos rasgos del machismo vinculado la mexicanidad. La Manuela, homosexual declarado, pájara parlanchina llena de vitalidad, el único personaje que no trata de disimular su condición (no sólo sexual) y su deseo, que no miente, que carece de máscara, que es puro y sincero.


Por fin un Alguien dentro de un mundo de Ningunos. Si bien, y paradójicamente, es justo el único personaje sin máscara el más expuesto a la realidad, a la dureza y hostilidad del ambiente, a la amenaza de lo que proviene de afuera (de la misma que trataba de protegerse el padre de familia de El castillo de la pureza), "una amenaza que siempre flota en el aire y que obliga a cerrarnos al exterior" (Octavio Paz).
Manuela no se cierra y su exposición acaba con ella; el ambiguo, el ambivalente, ella que es él, que no es padre ni madre sino, en apariencia y comportamiento jerárquico, hijo de su propia hija, que no es puta aun viviendo en el burdel; la Manuela, quien parece ser el único consciente del estado de aislamiento y encierro en el que viven en ese pueblo casi abandonado y con amenaza de desahucio.

Las reacciones que tropiezan frente al personaje de la Manuela identifican de forma meridiana otro de los rasgos de la mexicanidad resumido en El laberinto de la soledad por Octavio Paz: “la homosexualidad masculina es tolerada, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo”; así la Manuela forma parte del pueblo, se la respeta dentro de su condición de atracción extemporánea que figura entre sus preferidos entretenimientos festivos, ser anacrónico y amoral, fuente de risas y humillaciones de las que participa incluso el patriarca, quien bromea sobre su condición y juguetea dialécticamente con ella/él… pero siempre y cuando se mantenga pasiva, se convierta en un objeto pasivo.


Pero no ocurre así y la Manuela acaba tomando una actitud autónoma y decidida frente a Pancho, frente al macho solitario y hedonista, a quien seduce con su puesta en escena, su música y su vestido rojo, a quien hace participar de su juego de ambigüedad y a quien acaba besando en la boca en lo que se convierte en un beso activo y además correspondido dentro del influjo casi mágico de su sensualidad.

Pero el macho es despertado de su ensueño por su cuñado. Pancho se percata de haberse convertido en el agente pasivo, en el “violado”, de haber abdicado al mostrar parte de la ambivalencia natural de todo ser humano, de haberse abierto al exterior superando sus máscaras, ya que “el macho es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse a sí mismo y de guardar lo que se confía” (O.P.). Es la segunda vez que le ocurre tras mostrarse vulnerable ante la japonesita, la hija de la Manuela, quien le encuentra “llorando como una mujer” tras recibir el escarnio del Patriarca hastiado de su desagradecimiento pese a haberlo tratado como a un hijo.


En ambos casos Pancho responde con fuerza y violencia, como se le exige al macho, al “Gran chingón; una fuerza manifestada como capacidad de herir, de rajar, aniquilar, humillar” (O.P.).

El macho deja de serlo cuando se confía, cuando se abre y muestra su verdadero interior, cuando se quita la máscara; “el mexicano puede doblarse, humillarse, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo exterior entre en su intimidad” (O.P.); debe ser hermético, críptico, invulnerable, de ahí que Pancho, descubierto en clara e impropia muestra de su intimidad, deba rectificar ahondando en los rasgos del macho, borrando toda duda sobre su hombría sirviéndose de la violencia y la brutalidad.


Esa violencia de macho despechado es la que acaba con la Manuela, con el testigo directo de su vulnerabilidad; asesinado/a a golpes en un descampado por el Gran Chingón en su afán de recuperar su posición dominante y autoritaria, en su afán de recuperar su máscara y empoderarse tras ella; ya que cuando el macho actúa ha de ser tajante en su explosión de ira y autoridad, no valen medias tintas que pongan en entredicho su masculinidad, “chingar o ser chingados” (O.P.), de ahí que la descarga de violencia se deba aplicar hasta sus últimas consecuencias, hasta la muerte de quien ha penetrado en la intimidad y ha osado observar el interior.





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