Cole Porter.
Anything goes.
Tenía
entonces dieciocho años y vivía sola en París, sin rumbo definido. París de
1928. París de las orgías y el derroche de champán. París de los francos sin
valor. París, paraíso del extranjero. Impregnado de yanquis y sudamericanos,
pequeños reyés del oro.
Carlos Gardel. Caminito.
En
aquella época cosechaba éxitos y aplausos un recién llegado, cantante de
cabaret. Debutaba en el Florida y cantaba canciones extrañas en un idioma
extraño. Cantaba en un traje exótico, desconocido en aquellos sitios hasta
entonces, tangos, rancheras y zambas argentinas. Era un muchacho más bien
delgado, un tanto moreno, de dientes blancos, a quien las bellas de París
colmaban de atenciones. Era Carlos Gardel. Sus tangos llorones, que cantaba con
toda el alma, capturaban al público sin saberse por qué. Sus canciones de
entonces —Caminito, La chacarera, Aquel tapado de armiño, Queja indiana,
Entre sueños- no eran tangos modernos, sino
canciones de la vieja Argentina, el alma pura del gaucho de las pampas.
Carlos Gardel. Aquel tapado de armiño.
Gardel
estaba de moda. No había comida elegante o recepción galante a que no se le
invitase. Su cara morena, sus dientes blancos, su sonrisa fresca y luminosa,
brillaba en todas partes. Cabarets, teatros, music-hall, hipódromos. Era un
huésped permanente de Auteuil y de Longchamps. Pero a Gardel le gustaba más que
todo divertirse a su manera, entre los suyos, en el círculo de sus íntimos.
Por
aquella época había en París un cabaret llamado «Palermo», en la calle Clichy,
frecuentado casi exclusivamente por sudamericanos... Allí lo conocí. A Gardel
le interesaban todas las mujeres, pero a mí no me interesaba más que la
cocaína... y el champán.
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