“Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo
nuestra vida. La indiferencia de la muerte para el mexicano se nutre de su
indiferencia por la vida” (Octavio Paz).
Ese culto ambiguo que el mexicano procesa por la muerte,
presente en sus fiestas y celebraciones, en su folklore parido de su más
ancestral cultura base mesoamericana, lleva a normalizar y considerar la muerte
como un espejo o incluso la significación final de la propia vida. “Morir es
natural, incluso deseable”. Cómo no proporcionarle entonces un significado
mayor a la muerte que a la propia vida, cuando ya de por sí en muchos casos ésta
carece realmente de algún significado.
En el cine de Ripstein la muerte figura, está presente, se
deja notar, trasciende; si bien, como realmente cobra su mayor significado es
desde su vertiente ceremonial y no emocional; la muerte de su marido y de dos
de sus hijos son olvidados por la sobrina de Tía Alejandra para centrarse en la
ceremonia de la venganza; la japonesita sobre la que sobrevuela la ausencia de
su madre es incapaz de pensar en otra cosa que no sean realidades logísticas y
formalidades mientas matan a su padre; cuando Tarzán Lira agoniza moribundo
sobre la cama del hospital de la prisión donde acaba de ser acuchillado, el
Sargento sólo sabe decirle al médico: “a ver si muere pronto que faltan camas”;
la muerte del cura en “la viuda negra” es recibida con una indiferencia
rencorosa por parte de su rebaño en un gesto de hipocresía social confirmado
por sus propios pecados escondidos; la madre de Dionisio muere desatendida en
“El Imperio de la fortuna” mientras aquél, a escasos metros, trata de reanimar
desesperadamente a un gallo de pelea… “Si nuestra muerte carece de sentido,
tampoco lo tuvo nuestra vida”.
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