1. Bix Beiderbecke & Paul Whiteman. Sugar.
Oliveira
se había puesto a mirar lo que ocurría en torno y que como cualquier esquina de
cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi
le evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío (iba a ser cosa de
entrar y beberse un vaso de vino), un grupo de albañiles charlaba con el patrón
del mostrador. Dos estudiantes leían y escribían en una mesa, y Oliveira los
veía alzar la vista y mirar hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o
al cuaderno, mirar de nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse,
mirarse: eso era todo.
2.
Anton Von Webern. Variations For Orchestra, Op 30.
Recién entonces Oliveira se acordó de que le habían dado un programa.
Era una hoja mal mimeografiada en la que con algún trabajo podía descifrarse
que madame Berthe Trépat, medalla de oro, tocaría los "Tres movimientos
discontinuos" de Rose Bob (primera audición), la "Pavana para el
General leclerc", de Alix Alix (primera audición civil), y la
"Síntesis Délibes-Saint-Saëns", de Délibes, Saint-Saëns y Berthe
Trépat.
"Joder", pensó Oliveira. "Joder con el programa".
Empezaron
a sonar los treinta y dos acordes del primer movimiento discontinuo. Entre el
primero y el segundo transcurrieron cinco segundos, entre el segundo y el
tercero, quince segundos. Al llegar al decimoquinto acorde, Rose Bob había
decretado una pausa de veinticinco segundos. Oliveira, que en un primer momento
había apreciado el buen uso weberniano que hacía Rose Bob de los silencios,
notó que la reincidencia lo degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8
restallaron toses, entre el 12 y el 13 alguien raspó enérgicamente un fósforo,
entre el 14 y el 15 pudo oírse distintamente la expresión "¡Ah, merde
alors!" proferida por una jovencita rubia. Hacia el vigésimo acorde, una
de las damas más vetustas, verdadero pickle virginal, empuñó enérgicamente el
paraguas y abrió la boca para decir algo que el acorde 21 aplastó
misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe Trépat sospechando que
la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo del ojo. Por ese
rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar una mirada
gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada se
había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un
señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió
de la sala clavando cada taco en el silencio de ocho segundos confeccionado por
Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al
32 se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo
suyo. Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda
sobre el regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba
solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El
tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos
del teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación
de dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros
adornos. En un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de
tocar y se enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en
el que a Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. Una
pareja aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin
saber por qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir).
3.
Franz
Liszt. La campanella.
4.
Serguei
Rachmaninov. Rapsodia en un tema de Paganini.
Mezcla
de Liszt y Rachmaninov, la Pavana repetía incansable dos o tres temas para
perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura (bastante mal
tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades de catafalco
sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso Alix Alix
se entregaba con deleite.
5.
Richard
Strauss. Don Juan. Opus 20.
Vinieron
los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se repitieron sucesivamente
los tres temas (uno de los cuales salía clavado del Don Juan de Strauss), y
Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más intensos rematados
por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las notas más graves,
el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado de la mano
derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira aplaudió
con calor, realmente divertido.
6.
Leo
Délibes. Les filles de Cadix.
7.
Camille
Saint-Saens. El carnaval de los animales 7.
8.
Leo
Délibes. Nocturno. Coppelia.
9.
Camille Saint-Saens. Danza macabra, opus 40.
La
"Síntesis Délibes-Saint-Saëns" llevaba ya tres minutos o algo así
cuando la pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se
levantó y se fue ostensiblemente.
El
sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego
como Oliveira; a cuatro compases de Le Rouet d´Omphale seguían otros cuatro de Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda profería Mon coeur s´ovre à ta voix, la derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de Lakmé, las dos juntas pasaban sucesivamente por la Danse Macabre y Coppélia. Por eso cuando el señor
de aire plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un
guante, Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir
que se callara.
10.
Erik Satie. Gnossienne No5.
-En
fin, usted reconocerá que Délibes...
-Un
genio -repitió Berthe Trépat-. Erik Satie lo afirmó un día en mi presencia. Y
por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba... cómo decir. Usted
sabrá sin duda cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los hombres, joven, y sé
muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene usted,
joven?
11.
Joe Jones. You Talk Too Much.
Todo
lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma, París estaba
lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no era una
excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el
cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a
ese pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera
pavana de la noche. "Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y
meterle el pie en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un
piano que se cae del décimo piso…”.
…le
quedaba sentir, como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde
todas las luces se extinguen una por una, le quedaba la noción de que él no era
eso, de que en alguna parte estaba como esperándose, de que ese que andaba por
el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca era
apenas un doppelgänger mientras el otro, el otro... "¿Te quedaste allá en
tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en las camas de las putas, en
las grandes experiencias, en el famoso desorden necesario?
12.
Arnold
Schoenberg. Noche transfigurada Op. 4.
Medio
perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la mano libre, se orientó
como un héroe de Conrad en la proa del barco. De golpe tenía tantas ganas de
reírse.
"No
hagamos literatura", pensó buscando un cigarrillo después de secarse un
poco las manos con el calor de los bolsillos del pantalón. "No saquemos a
relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó.
Berthe Trépat... Es demasiado idiota, pero hubiera sido tan bueno subir a beber
una copa con ella y con Valentín, sacarse los zapatos al lado del fuego. En
realidad por lo único que yo estaba contento era por eso, por la idea de
sacarme los zapatos y que se me secaran las medias. Te falló, pibe, qué le vas
a hacer. Dejemos las cosas así, hay que irse a dormir. No había ninguna otra
razón, no podía haber otra razón. “Si me dejo llevar soy capaz de volverme a la
pieza y pasarme la noche haciendo de enfermero del chico." De donde estaba
a la rue du Sommerard había para veinte minutos bajo el agua, lo mejor era
meterse en el primer hotel y dormir. Empezaron a fallarle los fósforos uno tras
otro. Era para reírse.
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