domingo, 30 de septiembre de 2012

Moebius. GUSTAVO MOSQUERA, 1996. En cierto germen de Julio Cortázar

En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de ese estado de desocupación mental que el metro favorece como pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y que nació de un comentario humorístico sobre el número de pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave, quizá horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió el preludio de un descubrimiento abominable.


Bajo nivel (Papeles inesperados). JULIO CORTÁZAR.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Blow-up. MICHELANGELO ANTONIONI, 1966, Italia. Según Julio Cortázar (2)

No estaba en mí el don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el momento de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí "Las babas del diablo" sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni convirtió mis palabras en las imágenes de Blow Up. También aquí lo insólito lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafo sin dominio sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas, despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien la toma sin sospechar lo que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la admirable recompensa de que alguien como Antonioni  conviertiera mi escritura en imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento, imprevisible vuelo de veinte años.




Ventanas a lo insólito (Papeles inesperados). JULIO CORTÁZAR

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Caligari paseando por las pesadillas de Julio Cortázar

Mis lecturas poco controladas por los adultos iban casi infaliblemente a formas más sutiles de lo sobrenatural y lo morboso; la literatura de la catalepsia y del sonambulismo, por ejemplo, que abundaba en las bibliotecas de mi infancia, el gólem, que entró temprano en mi vida, los dobles, los autómatas homicidas, y ya en el umbral de la despedida infantil, el monstruo hijo de Mary Shelley y del Doctro Frankenstein, y Cesare, la horrenda criatura de Caligari.




Julio Cortázar. De una infancia medrosa (Papeles inesperados)

lunes, 24 de septiembre de 2012

De confusiones de Cortázar sobre Bergman y su troupe

Leemos en el relato Ciao, Verona de Julio Cortázar, texto inédito durante 30 años, finalmente incluido en Papeles inesperados y que complementa el relato, también de 1977, Las caras de la medalla:


"... finalmente éramos amigos y el pacto se cumplía, hablamos de Ingmar Bergman y ahí sí, creo, me dejé llevar por lo que tú hubieras apreciado infinitamente y en algún momento (es curioso cómo se me ha quedado en la memoria aunque Javier disimuló limpiamente algo que debía llegarle como una bofetada en plena cara) dije lo que pensaba de un actor norteamericano con el que habría de acostarse Liv Ullmann en no sé cuál de las películas de Bergman, y se me escapó y lo dije, sé que hice un gesto de asco y lo traté de bestia velluda, dije las palabras que describían al macho frente a la rubia transparencia de Liv Ullmann y cómo, cómo, dime cómo, Lamia, cómo podía ella dejarse montar por ese fauno untado de pelos, dime cómo era posible soportarlo, y Javier escuchó y un cigarrillo, sí, el recuento de otras películas de Bergman, La vergüenza, claro, y sobre todo El séptimo sello, la vuelta al diálogo ya sin pelos, el escollo mal salvado, yo iría a descansar un rato a mi pieza y nos encontraríamos para la última cena (ya está escrito, ya te habrás sonreído, dejémoslo así) antes de que él se fuera a la estación para su tren de las once."




Mireille, protagonista del relato, dialoga con Javier -segunda arista del triángulo- acerca de la filmografía de Ingmar Bergman. Al final de la carta, que a lo largo del relato se reproduce, que Mireille escribe a Lamia -tercera arista-, aquélla asocia la lástima y repugnancia que ella misma siente por Javier, con la que sintió al ver una película de Bergman en la que la nívea y pura Liv Ullman se entrega a un actor americano peludo y animalesco. 


Repasando la filmografía de Bergman, todo parece indicar que Cortázar, a través de su personaje, se refiere a La Carcoma; película en la que la protagonista, aburrida de su vida conyugal monótona y poco estimulante, conoce a un arqueólogo americano con el que mantiene una relación pasional y casi destructiva. Si bien, en dicha película, el papel principal femenino no recae sobre Liv Ullman, sino sobre Bibi Andersson. 


La presencia de Elliott Gould, más imposición productiva que necesidad argumental, resulta ser junto a la de David Carradine en "El huevo de la serpiente", la única incursión de un actor de nacionalidad americana en películas de Bergman hasta 1977 -fecha de escritura de Ciao, Verona-. A su vez, analizando las películas que Ullman había realizado con Bergman hasta la fecha: Persona, La hora del lobo, La vergüenza, Pasión, Gritos y susurros y Secretos de un matrimonio, ninguna de ellas parece adecuarse a los detalles expuestos por el personaje de Cortázar -personaje masculino velludo al que se entrega la protagonista-.




Liv Ullman, Harriet y Bibi Anderson, Ingrid Thulin... en todo caso, sufridoras bergmanianas...



sábado, 22 de septiembre de 2012

Cecil Taylor improvisado por César Aira (yIII)

Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos.





En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano.


Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo.


-Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo.
Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:



- ¿No habrás querido tomarnos el pelo?


"CECIL TAYLOR". César Aira

jueves, 20 de septiembre de 2012

Cecil Taylor improvisado por César Aira (II)

Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.)





Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma.


Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó…





No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje:




-Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. 


No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo.


"CECIL TAYLOR". César Aira

martes, 18 de septiembre de 2012

Cecil Taylor improvisado por César Aira (I)

Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo. Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. (...)


Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron.






1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. 


Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano.



Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado.




"CECIL TAYLOR". César Aira

domingo, 16 de septiembre de 2012

Sonidos en el teatro de Julio Cortázar (y3)

Nota del autor al realizador radiofónico.


Pienso que el locutor debe reseñar en muy pocas frases lo esencial del tema: Daniel Defoe/Alejandro Selkirk/Robinson/Viernes.


El leit-motiv podría ser "Solitude" (Duke Ellington)




Viernes.- Sí, amo, se ve muy bien la costa donde casi me comen esos caníbales malos, y eso solamente porque un poco antes mi tribu había querido comérselos a ellos, pero así es la vida, como dice el tango.


viernes, 14 de septiembre de 2012

Sonidos en el teatro de Julio Cortázar (2)

         Aníbal.- Un tango era más o menos así:
"Qué fácil es decir: Matála,
qué fácil es decir dejála,
pero es preciso saber", etcétera. bueno, justamente lo que siento.


         Isolina.- Un tango no es un ejemplo, bicho.


         Aníbal.- Por eso te lo canto, con ejemplo no se prueba nada, o se prueba tanto y tan bien que la cosa se hunde en su propio peso.





           Aníbal.- Te canté un tango, que guarda una moral profunda. Es fácil decidir una cosa; hasta es fácil hacerla. Entre lo uno y lo otro se cierne una nada, un polvito de quizá; y a eso le llamo yo la cosa. A eso, Isolina, nada más que a eso.




Dos juegos de palabras. II Tiempo de Barrilete. JULIO CORTÁZAR

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Gritos y susurros. INGMAR BERGMAN, 1972. Desde Julio Cortázar


-En efecto -dice Calac -¿Y qué viste en el cine últimamente?

-Malas películas que a mí me parecen buenas, y viceversa. Casi me han golpeado por decir que Gritos y susurros no valía el gran Bergman de otros tiempos, y que en cambio una película erótica holandesa llamada Turkish Delights, que empieza de una manera perfectamente asquerosa, va mostrando una segunda intención que la agranda y la hermosea. Qué querés, sigo prefiriendo cosas marginales a las grandes máquinas tipo Doctor Jivago y Odisea del espacio, aunque hay que decir que en ésta la parte de los monos al principio era para llorar de risa, cosa que no abunda en estos tiempos pinochescos.


"Estamos como queremos o los monstruos en acción" (PAPELES INESPERADOS). Julio cortázar

lunes, 10 de septiembre de 2012

Sonidos en el teatro de Julio Cortázar

En el centro del escenario, como brotando de la fuente salta violenta una música que puede ser Bugle Call Rag (La mejor versión ad hoc sería la de la Metronome All Star Band).




Remo.- Estamos hartos de música.
Nuria.- Esa cosa dulce.
Remo.- Estamos hartos.
Nuria.- Esa cosa blanda que se deja oír, que no corta los dedos.
Remo.- Violines y óboes, limón con azúcar y regaliz.
Nuria.- Pero no cortan las manos.
(...)


Remo.- Todo tiene su hora. Si fuera jueves, a vos te tocaría cantar la gran aria de Turandot. Los martes yo como asado de tira. Vos cultivás el paisaje los domingos. Y así va nuestra vida, y en general la gente se divierte bastante.




En la luz de la ventana, que se ha intensificado en los últimos instantes, se perfila la sombra de Nuria, y luego surge su imagen rígida. La luz desciende hasta que Nuria es claramente visible desde fuera. En este momento deberá estallar "Some of these days" en una versión lo más canalla posible. La música cesa de golpe.


DOS JUEGOS DE PALABRAS. I PIEZA EN TRES ESCENAS. Julio Cortázar

sábado, 8 de septiembre de 2012

Julio Cortázar, de nuevo, y el tango de arrabal para Manuel

(...) pobre Gómez tan bueno pero que será el Gómez Robespierre de mañana si la Joda se sale con la suya por todo lo ancho, si hacen su revolución necesaria e impostergable, en fin, tomemos a la izquierda aunque sea de noche, mi querido Juan de la Cruz, dulce poeta de mis dulces horas de sofá, vamos nomás aunque sea de noche y las hormigas preparen los bufosos, viejo tango de infancia, el taita del arrabal, relumbraron los bufosos, y el pobre taita cayó, vaya a saber si alguien se acuerda de ese tango que me hacía llorar de chico pegado a la bocina de latón verde, ah vida larga y llena de hermosura y podredumbre, vida de argentino condenado a comprender, a comprender, salvo todavía la mancha negra porque ésa ni madame Antinéa ni la mosca en el whisky ni el llanto de Francine, ah carajo, por qué no me dejas entender la razón de esta idiotez, del tipo que busca su camino entre puteadas y temblando para ser lo que deba ser salvo feliz porque eso no, clavado, seré un muerto más o llegaré tarde o me tomarán el pelo o Marcos me mirará como preguntándome qué recontra-carajo venís a joder adonde nadie te llama...

jueves, 6 de septiembre de 2012

Maurice Fanon tamizando la noche Triste en Julio Cortázar

Esas cosas que llegan justo, la voz de Maurice Fanon desde un disco, estar en la marea baja del diálogo que se deshilacha, que necesita nuevos tragos de vino y cigarrillos para resistir, la voz de Fanón como un resumen amargo, me souvenir de toi / de ta loi sur mon corps, canta bien, dijo Francine, es raro escuchar algo así en un restaurante.


Me souvenir de toi / de ta loi sur mon corps. Sí, chiquita.

—No estés triste, Andrés, te olvidarás de ella, te olvidarás de nosotras, volverás a tu mùsica, en el fondo nunca amaste a las mujeres, para ti no hay más que ese interior, no sé cómo decirlo, donde te paseas como un lento tigre.


¿Pero me lo decía realmente o me seguían hablando desde esa canción? Distraerme, irme así frente a Francine que había venido por mí y me acompañaba en mi noche triste (que nunca le había hecho escuchar y que en todo caso no comprendería), irme dejándole una cara lisa y hasta atenta, llenándole la copa irme tan lejos, dar vueltas manzana, rué Clovis, rué Descartes, rue Thouin, rue de l'Estrapade, rue Clotilde y nuevamente la rué Clovis, para qué ya, por qué si yo mismo lo había querido. 





Pobre Francine, todavía más abandonada que Ludmilla en esa hora en que yo le servía otra copa de vino acariciándole la mano y escuchábamos a Fanon, me souvenir de toi / de ta loi sur mon corps, y todo era fuga y distancia, cortés sistema de huecos y ausencias, Francine en el restaurante, la voz de Fanón, yo dando la vuelta en la esquina de la rué Thouin, yo sirviéndole otra copa de vino y acariciándole la mano, un vago sistema de trenes por vías que se cruzan y separan, inútiles pañuelos en las ventanillas, inútil cercanía, demasiado distraído y borracho, a la vez el tren y alguien perdido en él y que busca a alguien, las palabras ordenándose una vez más para nombrar el desorden, escucha, chiquita, escucha estas maneras de viajar.


LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar

martes, 4 de septiembre de 2012

Turandot para el pibe Manuel según Cortázar


Intermezzo pucciniano
El cuarto 498 tenía radio en la mesita de luz y Oscar la encendió con todas las precauciones para no despertar a Gladis que tenía un dedo en la boca estilo Baby Doll y el culito puesto también como Baby Doll sólo que completamente destapado. Sentándose en la cama encendió un cigarrillo con la técnica de trinchera de la guerra del 14, aprendida a los trece años en el cine Roca de Almagro y consistente en apantallar la mano y frotar la lija sobre una superficie no mayor de cinco milímetros parareducirelruidoaunmerochasquido que por
supuesto no le llegó a Gladis perdida en un sueño bien ganado a fuerza de bandejas de plástico y pudú-pudú. Lo malo era que la radio del hotel era de esas que tienen tres posiciones, dos de las cuales son siempre una mierda y para colmo en francés, y la tercera Turandot, segundo acto, aria de la princesa. 


Manejando el potenciómetro como antes el fósforo, Oscar el astuto verificó que Turandot podía ventilar su mal disimulada repression sexual a un nivel que no despertaría a Gladis, y recostándose en una almohada prodigiosamente blanda se dejó llevar por el tabaco y la música, la irrealidad de esa hora en que sólo Gladis podía vincularlo todavía con el otro lado del mundo, esa Argentina de golpe increíblemente lejos y perdida, la pensión de doña Raquela que vaya a saber lo que venía a hacer aquí, y de paso los pechitos de la Moña entre jazmines y luna llena. 






No estaba demasiado despierto, la melodía pucciniana que conocía y amaba desde chico era un poco el perfume de los jazmines de Santos Pérez y el olor de Gladis dormida y saciada, un olor antes de la ducha y el planteo de los tres enigmas, el recuerdo de algo leído vaya a saber dónde, Toscanini dirigiendo en Milán el ensayo general de Turandot y parando la orquesta después de la escena del suicidio de Liu para decir con la cara bañada en lágrimas, «Aquí dejó de escribir el maestro, al llegar aquí murió Puccini», y los músicos levantándose en silencio, todo eso para que Oscar supiera de paso que Franco Aliano se había valido de las indicaciones dejadas por Puccini para terminar Turandot, imposible no preguntarse cuántas cosas serían así, las estatuas de los museos que se admiran sin sospechar que un tercio ha sido recompuesto como los esqueletos de los diplodocus a partir de un huesito de chiquizuela, Ameghino, esas cosas, y también las noticias de los diarios fabricadas a pura muñeca, otras internadas abrieron un boquete en las alambradas de una ventana de la cocina y se descolgaron por ahí hacia un terreno baldío que comunica con la calle 41, anda a saber si el boquete no estaba ya abierto, si realmente las muchachas se habían escapado por un terreno baldío, regado de luna llena, corriendo frenéticas hacia la tapia, hacia el carnaval del otro lado, desesperadas de alienación y amontonamiento, de guisos grasientos y de cachetadas o más sutiles ultrajes pedagógicos. 





Por qué carajo vuelvo a eso como una mosca al bofe, se dijo Oscar que no tenía prejuicios en materia de metáfora, pero no era una metáfora, eso volvía de otra manera, como la obediencia a una oscura semejanza, y Turandot prometía el amor o la muerte en la repetición final del aria, esa frase admirablemente sencilla que a Andrés le hubiera parecido insoportable y pedestre después de Prozession que por fin había podido escuchar tranquilo mientras Ludmilla ovillada en el sofá seguía la música a su manera, es decir leyendo poemas de Lubicz-Milosz con el que tenía una fijación recurrente.


LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar


Julio Cortázar, sobre el Libro de Manuel

domingo, 2 de septiembre de 2012

Terry Riley según Julio Cortázar

Y justo en ese momento al que te dije se le ocurre opinar (en vez de transcribir a secas lo que han dicho Gómez y los otros, trenzados en el bistro de madame Séverine) que un tal Terry Riley, yanqui, perfecta expresión aparente de todo lo que Gómez está execrando con violentos ademanes helicoidales, es el autor de una obra (y de muchas otras) cuyo contacto con el público (el «pueblo» de Gómez) es el más inmediato, sencillo y eficaz que se le haya ocurrido a nadie desde Perotin o Gilíes Binchois. Grosso modo (porque el que te dije no le quiere preguntar  detalles técnicos a Andrés que en seguida se pone enciclopédico) la idea de Riley es que alguien repite interminablemente una sola nota en el piano y poquito a poco, uno tras otro, cualquiera capaz de rascar un instrumento va entrando con arreglo a una partitura al alcance de una marmota. 


Cuando el ejecutante se ha cansado de tocar sus dos o tres notas, pasa a tocar las dos o tres siguientes, igualmente fáciles, y ya hay otro u otros que a su vez están entrando en la primera serie; así cada ejecutante recorre a su leal saber y entender una secuencia de treinta o cuarenta pequeños núcleos melódicos, peto como cada uno entró cuando quiso y sólo cambia de tema cuando le da la gana, el resultado es que a los diez minutos de empezada la música hay ya muchísimos ejecutantes avanzando por cuenta y riesgo, y al cabo de cuarenta minutos o algo así, ya no queda casi ninguno pues todos han ido llegando a la última serie de notas y acaban por callarse.





El final es siempre lo más bonito pues resulta absolutamente imposible prever cómo va a terminar la ejecución, si será un violín o un bombo o una guitarra los que tocarán las últimas notas, sostenidos siempre por el piano que repite obstinadamente su pedalilo a manera de coagulante. Bueno, dice Gómez, pero eso tiene que ser un asco completo, chico, qué clase de mátete me estás combinando.


Anda a saber, reconoce el que te dije, pero en todo caso vos podes juntar a treinta pibes, explicarles el mecanismo, y durante una hora harán una música del carajo; si extrapolas podrían invitar a todos los de Boca o de River a mandarse el Terry Riley un domingo de tarde, repartiéndoles unas quenitas y otras cornamusas fáciles y baratas; casi todo el mundo es capaz  de leer las notas, sin contar que hay el sistema de cifras, de letras y otras simplificaciones. 




Es completamente idiota, dice Gómez. Será idiota, dice el que te dije, pero
desde tu punto de vista revolucionario es una música que se acerca más que ninguna otra al pueblo puesto que él puede interpretarla, hay comunión y alegría y despatarro universal, se acabó lo de la orquesta y el público, ahora es una misma cosa y parece que en los conciertos de Riley la muchachada se divierte como loca. Pero eso no es arte,- dice Gómez. No sé, consiente el que te dije, pero en todo caso es pueblo, y como muy bien dice Mao, en fin, vos verás.




LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar