Intermezzo pucciniano
El cuarto 498 tenía radio en la mesita de luz y Oscar la encendió con
todas las precauciones para no despertar a Gladis que tenía un dedo en la boca
estilo Baby Doll y el culito puesto también como Baby Doll sólo que
completamente destapado. Sentándose en la cama encendió un cigarrillo con la
técnica de trinchera de la guerra del 14, aprendida a los trece años en el cine
Roca de Almagro y consistente en apantallar la mano y frotar la lija sobre una
superficie no mayor de cinco milímetros parareducirelruidoaunmerochasquido que
por
supuesto no le llegó a Gladis perdida en un sueño bien ganado a fuerza
de bandejas de plástico y pudú-pudú. Lo malo era que la radio del hotel era de
esas que tienen tres posiciones, dos de las cuales son siempre una mierda y
para colmo en francés, y la tercera Turandot, segundo acto, aria de la
princesa.
Manejando el potenciómetro como antes el fósforo, Oscar el astuto
verificó que Turandot podía ventilar su mal disimulada repression sexual a un nivel que no
despertaría a Gladis, y recostándose en una almohada prodigiosamente blanda se
dejó llevar por el tabaco y la música, la irrealidad de esa hora en que sólo
Gladis podía vincularlo todavía con el otro lado del mundo, esa Argentina de golpe increíblemente lejos y perdida, la pensión de doña Raquela que
vaya a saber lo que venía a hacer aquí, y de paso los pechitos de la Moña entre
jazmines y luna llena.
No estaba demasiado despierto, la melodía pucciniana que conocía y amaba desde chico era un poco el perfume de los jazmines de Santos Pérez y el olor de Gladis dormida y saciada, un olor antes de la ducha y el planteo de los tres enigmas, el recuerdo de algo leído vaya a saber dónde, Toscanini dirigiendo en Milán el ensayo general de Turandot y parando la orquesta después de la escena del suicidio de Liu para decir con la cara bañada en lágrimas, «Aquí dejó de escribir el maestro, al llegar aquí murió Puccini», y los músicos levantándose en silencio, todo eso para que Oscar supiera de paso que Franco Aliano se había valido de las indicaciones dejadas por Puccini para terminar Turandot, imposible no preguntarse cuántas cosas serían así, las estatuas de los museos que se admiran sin sospechar que un tercio ha sido recompuesto como los esqueletos de los diplodocus a partir de un huesito de chiquizuela, Ameghino, esas cosas, y también las noticias de los diarios fabricadas a pura muñeca, otras internadas abrieron un boquete en las alambradas de una ventana de la cocina y se descolgaron por ahí hacia un terreno baldío que comunica con la calle 41, anda a saber si el boquete no estaba ya abierto, si realmente las muchachas se habían escapado por un terreno baldío, regado de luna llena, corriendo frenéticas hacia la tapia, hacia el carnaval del otro lado, desesperadas de alienación y amontonamiento, de guisos grasientos y de cachetadas o más sutiles ultrajes pedagógicos.
Por qué carajo vuelvo a eso como una mosca al bofe, se dijo Oscar que no tenía prejuicios en materia de metáfora, pero no era una metáfora, eso volvía de otra manera, como la obediencia a una oscura semejanza, y Turandot prometía el amor o la muerte en la repetición final del aria, esa frase admirablemente sencilla que a Andrés le hubiera parecido insoportable y pedestre después de Prozession que por fin había podido escuchar tranquilo mientras Ludmilla ovillada en el sofá seguía la música a su manera, es decir leyendo poemas de Lubicz-Milosz con el que tenía una fijación recurrente.
LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar
No estaba demasiado despierto, la melodía pucciniana que conocía y amaba desde chico era un poco el perfume de los jazmines de Santos Pérez y el olor de Gladis dormida y saciada, un olor antes de la ducha y el planteo de los tres enigmas, el recuerdo de algo leído vaya a saber dónde, Toscanini dirigiendo en Milán el ensayo general de Turandot y parando la orquesta después de la escena del suicidio de Liu para decir con la cara bañada en lágrimas, «Aquí dejó de escribir el maestro, al llegar aquí murió Puccini», y los músicos levantándose en silencio, todo eso para que Oscar supiera de paso que Franco Aliano se había valido de las indicaciones dejadas por Puccini para terminar Turandot, imposible no preguntarse cuántas cosas serían así, las estatuas de los museos que se admiran sin sospechar que un tercio ha sido recompuesto como los esqueletos de los diplodocus a partir de un huesito de chiquizuela, Ameghino, esas cosas, y también las noticias de los diarios fabricadas a pura muñeca, otras internadas abrieron un boquete en las alambradas de una ventana de la cocina y se descolgaron por ahí hacia un terreno baldío que comunica con la calle 41, anda a saber si el boquete no estaba ya abierto, si realmente las muchachas se habían escapado por un terreno baldío, regado de luna llena, corriendo frenéticas hacia la tapia, hacia el carnaval del otro lado, desesperadas de alienación y amontonamiento, de guisos grasientos y de cachetadas o más sutiles ultrajes pedagógicos.
Por qué carajo vuelvo a eso como una mosca al bofe, se dijo Oscar que no tenía prejuicios en materia de metáfora, pero no era una metáfora, eso volvía de otra manera, como la obediencia a una oscura semejanza, y Turandot prometía el amor o la muerte en la repetición final del aria, esa frase admirablemente sencilla que a Andrés le hubiera parecido insoportable y pedestre después de Prozession que por fin había podido escuchar tranquilo mientras Ludmilla ovillada en el sofá seguía la música a su manera, es decir leyendo poemas de Lubicz-Milosz con el que tenía una fijación recurrente.
LIBRO DE MANUEL. Julio Cortázar
Julio Cortázar, sobre el Libro de Manuel
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