El cine de Aki Kaurismaki está hecho de miradas fuera de
cuadro, de personajes paralizados, de frases precisas, de rostros solemnes y
gestos casi imperceptibles que sintetizan elípticamente estados de ánimo o
situaciones dramáticas.
Un cine frío, tan finlandés como ese vodka que siempre beben
sus personajes en tugurios repletos de rockeros que hablan de cocina y escuchan
a Gardel.
Pero detrás de este estilo seco y sobrio, propio de
directores clásicos como Ozu o Bresson, el cine de Kaurismaki se construye sobre
una triple vertiente: lírica, humorística y socialmente reivindicativa; lo que
le permite convertir a personajes casi inexpresivos en epicentros de nuestras
emociones; y a pobres desamparados y excluidos en héroes sociales anónimos.
Marcado por tales características y apostando, sin ser en él
habitual, por un optimismo ateo y a la vez mágico, Le Havre se traduce como un
cuento luminoso sobre las redes de ayuda y solidaridad dentro de las
comunidades, y del que trasciende una profunda metáfora social: para que Europa
logre curarse de la enfermedad mortal que padece, debe antes romper los
grilletes con los que tiraniza al tercer mundo.
¡Te pillé! Así que has vuelto por aquí...
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