La razón la tiene evidentemente él, pero nadie testimonia a su favor; es
arrestado, procesado, y, ante su patético desconcierto, condenado a un mes de
reclusión. No lo aguanta más de unos días: no sólo por su necesidad casi animal
de libertad y porque no soporta las cadenas, sino principalmente porque siente, sabe, que no es él sino los blancos quienes han violado la justicia; si
la ley de los blancos es ésta, entonces la ley es injusta. Mata a un guardián y
escapa entre una lluvia de balas.
Ahora, el bondadoso marinero se ha convertido en un perfecto criminal.
Se lo busca por todo el archipiélago, pero es inútil que lo busquen lejos: se
ha vuelto tranquilamente a su pueblo. Vuelven a prenderlo y lo recluyen en un
penal de una isla remota: trabajo y latigazos. Huye de nuevo, se arroja al mar
desde un abrupto precipicio, roba un balandro y navega durante días hacia su
tierra, sin comer ni beber: llega a ella exhausto mientras se acerca el huracán
prometido por el título. El huracán se desencadena furioso, y el hombre, como
un buen héroe americano, lucha solo contra los elementos, y salva no sólo a su
mujer sino la iglesia, con el pastor y los fieles que habían creído encontrar
refugio en ella. Rehabilitado de esta manera, con la muchacha al lado, se encamina
hacia un porvenir feliz, bajo el sol que aparece entre las últimas nubes en
fuga.
Esta peripecia, típicamente individualista, elemental, y no mal contada,
desencadenó en los rusos un entusiasmo sísmico. Una hora antes del comienzo, ya
una multitud tumultuosa (atraída por el cartel, que representaba a la muchacha
polinesia, espléndida y muy poco vestida) se apretaba contra las puertas; casi
todos eran soldados muy jóvenes, armados. Estaba claro que en el gran «Salón
Colgante» no cabían todos, ni siquiera en pie; precisamente por ello, luchaban
encarnecidamente, a codazos, para conquistar la entrada. Uno se cayó, lo
pisotearon, y al día siguiente vino a la enfermería; creíamos que iba a tener fracturas, pero no tenía más que algunas contusiones: era
gente de huesos duros. En poco tiempo echaron abajo las puertas, las hicieron
pedazos y blandieron los pedazos como mazas: la multitud que se aglomeraba de
pie en el interior del teatro estaba ya, desde el principio, excitada y belicosa.
Era como si los personajes de la película, en lugar de sombras, fuesen
amigos o enemigos de carne y hueso, al alcance de la mano. El marinero era
aclamado por cada una de sus hazañas, saludado con hurras fragorosos y con las
metralletas, peligrosamente blandidas por encima de sus cabezas. Los policías y los carceleros eran insultados sañudamente, acogidos con
gritos de «fuera», «muera», «abajo», «déjalo en paz». Cuando después de su
primera evasión, el fugitivo exhausto y herido fue encadenado nuevamente, y
además escarnecido e insultado por la máscara sardónica y asimétrica de John
Carradine, se desencadenó un pandemónium. El público se levantó gritando, en
generosa defensa del inocente: una oleada de vengadores se movió
amenazadoramente hacia la pantalla, insultada y detenida a su vez por elementos
menos fogosos y más interesados en ver cómo terminaba todo. Contra la pantalla
volaron piedras, terrones de tierra, astillas de las puertas demolidas, hasta
una bota military que se aplastó, con furiosa precisión, entre los ojos odiosos
del mayor enemigo que campeaban en un enorme primer plano.
Cuando llegamos a la larga y potente secuencia del huracán, el tumulto
se convirtió en un aquelarre. Se oyeron gritos agudos de las pocas mujeres que
habían permanecido interpoladas en la reyerta; hizo su aparición un palo, luego
otro, que pasaban de mano en mano sobre las cabezas, entre clamores
ensordecedores. En principio no se comprendió para qué podían servir pero luego
se aclaró el plan: un plan probablemente premeditado por los excluidos que
alborotaban fuera. Era un intento de escalada de los palcos-gineceo.
Los palos se izaron y se apoyaron en el antepecho, y varios energúmenos
quitándose las botas, empezaron a subir por ellos como se hace en las fiestas
de los pueblos con los palos de las cucañas. A partir de aquel momento el
espectáculo de la escalada privó de interés al que estaba desarrollándose en la pantalla.
Apenas uno de los pretendientes había conseguido alzarse
por encima de la marea de cabezas, veinte manos tiraban de él por los pies y lo
bajaban a tierra. Se formaron grupos de defensores y de adversarios: hubo un
audaz que pudo liberarse de la multitud y subir a grandes brazadas, otro lo siguió por el mismo palo. Casi al nivel del antepecho lucharon entre sí
algunos minutos, el de abajo aferrando los tobillos del otro, éste
defendiéndose con patadas lanzadas a ciegas. Al mismo tiempo se vieron asomadas
al antepecho las cabezas de un pelotón de italianos que habían subido precipitadamente
por las escaleras tortuosas de la Casa Roja para proteger a las mujeres
asediadas; el palo, empujado por los defensores, osciló, se quedó un buen rato
en posición vertical, luego cayó sobre la multitud como un pino abatido por los
leñadores, con los dos hombres agarrados a él. En este momento, no puedo decir
si por casualidad o por una sabia intervención de lo alto, la lámpara del proyector
se apagó, todo cayó en la oscuridad, el clamor de la platea alcanzó una
intensidad pavorosa, y todos en masa se precipitaron al aire libre, al claro de
luna, entre gritos, maldiciones y aclamaciones.
En "La tregua", Primo Levi
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