viernes, 6 de abril de 2012

Huracán sobre la isla. JOHN FORD, 1937. Según Primo Levi

Para la tercera tarde se anunció Huracán (Hurricane) una discreta película americana de los años treinta. Un marinero polinesio, versión moderna del «buen salvaje», hombre simple, fuerte y bondadoso, es provocado vulgarmente en una taberna por un grupo de borrachos blancos y hiere levemente a uno.

La razón la tiene evidentemente él, pero nadie testimonia a su favor; es arrestado, procesado, y, ante su patético desconcierto, condenado a un mes de reclusión. No lo aguanta más de unos días: no sólo por su necesidad casi animal de libertad y porque no soporta las cadenas, sino principalmente porque siente, sabe, que no es él sino los blancos quienes han violado la justicia; si la ley de los blancos es ésta, entonces la ley es injusta. Mata a un guardián y escapa entre una lluvia de balas.


Ahora, el bondadoso marinero se ha convertido en un perfecto criminal. Se lo busca por todo el archipiélago, pero es inútil que lo busquen lejos: se ha vuelto tranquilamente a su pueblo. Vuelven a prenderlo y lo recluyen en un penal de una isla remota: trabajo y latigazos. Huye de nuevo, se arroja al mar desde un abrupto precipicio, roba un balandro y navega durante días hacia su tierra, sin comer ni beber: llega a ella exhausto mientras se acerca el huracán prometido por el título. El huracán se desencadena furioso, y el hombre, como un buen héroe americano, lucha solo contra los elementos, y salva no sólo a su mujer sino la iglesia, con el pastor y los fieles que habían creído encontrar refugio en ella. Rehabilitado de esta manera, con la muchacha al lado, se encamina hacia un porvenir feliz, bajo el sol que aparece entre las últimas nubes en fuga.


Esta peripecia, típicamente individualista, elemental, y no mal contada, desencadenó en los rusos un entusiasmo sísmico. Una hora antes del comienzo, ya una multitud tumultuosa (atraída por el cartel, que representaba a la muchacha polinesia, espléndida y muy poco vestida) se apretaba contra las puertas; casi todos eran soldados muy jóvenes, armados. Estaba claro que en el gran «Salón Colgante» no cabían todos, ni siquiera en pie; precisamente por ello, luchaban encarnecidamente, a codazos, para conquistar la entrada. Uno se cayó, lo pisotearon, y al día siguiente vino a la enfermería; creíamos que iba a tener fracturas, pero no tenía más que algunas contusiones: era gente de huesos duros. En poco tiempo echaron abajo las puertas, las hicieron pedazos y blandieron los pedazos como mazas: la multitud que se aglomeraba de pie en el interior del teatro estaba ya, desde el principio, excitada y belicosa.


Era como si los personajes de la película, en lugar de sombras, fuesen amigos o enemigos de carne y hueso, al alcance de la mano. El marinero era aclamado por cada una de sus hazañas, saludado con hurras fragorosos y con las metralletas, peligrosamente blandidas por encima de sus cabezas. Los policías y los carceleros eran insultados sañudamente, acogidos con gritos de «fuera», «muera», «abajo», «déjalo en paz». Cuando después de su primera evasión, el fugitivo exhausto y herido fue encadenado nuevamente, y además escarnecido e insultado por la máscara sardónica y asimétrica de John Carradine, se desencadenó un pandemónium. El público se levantó gritando, en generosa defensa del inocente: una oleada de vengadores se movió amenazadoramente hacia la pantalla, insultada y detenida a su vez por elementos menos fogosos y más interesados en ver cómo terminaba todo. Contra la pantalla volaron piedras, terrones de tierra, astillas de las puertas demolidas, hasta una bota military que se aplastó, con furiosa precisión, entre los ojos odiosos del mayor enemigo que campeaban en un enorme primer plano.


Cuando llegamos a la larga y potente secuencia del huracán, el tumulto se convirtió en un aquelarre. Se oyeron gritos agudos de las pocas mujeres que habían permanecido interpoladas en la reyerta; hizo su aparición un palo, luego otro, que pasaban de mano en mano sobre las cabezas, entre clamores ensordecedores. En principio no se comprendió para qué podían servir pero luego se aclaró el plan: un plan probablemente premeditado por los excluidos que alborotaban fuera. Era un intento de escalada de los palcos-gineceo.
Los palos se izaron y se apoyaron en el antepecho, y varios energúmenos quitándose las botas, empezaron a subir por ellos como se hace en las fiestas de los pueblos con los palos de las cucañas. A partir de aquel momento el espectáculo de la escalada privó de interés al que estaba desarrollándose en la pantalla. 


Apenas uno de los pretendientes había conseguido alzarse por encima de la marea de cabezas, veinte manos tiraban de él por los pies y lo bajaban a tierra. Se formaron grupos de defensores y de adversarios: hubo un audaz que pudo liberarse de la multitud y subir a grandes brazadas, otro lo siguió por el mismo palo. Casi al nivel del antepecho lucharon entre sí algunos minutos, el de abajo aferrando los tobillos del otro, éste defendiéndose con patadas lanzadas a ciegas. Al mismo tiempo se vieron asomadas al antepecho las cabezas de un pelotón de italianos que habían subido precipitadamente por las escaleras tortuosas de la Casa Roja para proteger a las mujeres asediadas; el palo, empujado por los defensores, osciló, se quedó un buen rato en posición vertical, luego cayó sobre la multitud como un pino abatido por los leñadores, con los dos hombres agarrados a él. En este momento, no puedo decir si por casualidad o por una sabia intervención de lo alto, la lámpara del proyector se apagó, todo cayó en la oscuridad, el clamor de la platea alcanzó una intensidad pavorosa, y todos en masa se precipitaron al aire libre, al claro de luna, entre gritos, maldiciones y aclamaciones.

Con dolor de todos, la caravana del cine se fue a la mañana siguiente. 


En "La tregua", Primo Levi

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