No siempre el cine ha logrado acercarse a la realidad educativa con rigor; siendo exactos, diríamos que las menos de las veces. En algunos casos por su poco comprometido propósito o su mera finalidad como producto de entretenimiento ligero, comercial y de masas, al que apenas nada le importa presentar el aparato educativo de manera tan irreal como el cine gore o el porno podría hacer a la hora de representar la realidad (El club de los poetas muertos de Peter Weir o Los chicos del coro de Christophe Barratier). En otras ocasiones, por pecar de un oportunismo tendencioso y superficial, como Bullying, de Josecho San Mateo, película que responde a una demanda social impostada y artificial establecida por los medios de comunicación, por quién sabe qué fines, y que, dada su escasa profundidad y su falta de sinceridad, fallecen mientras la alarma social que las generó se desplaza a cualquier otro foco de denuncia social (si de reflexión moral y filosófica sobre el acoso escolar se trata, Las tribulaciones del estudiante Törless de Robert Musil y su adaptación a las pantallas por parte de Volker Schlondorf siguen siendo insuperables).
En otros casos, y pese a poder rescatar de ellas ciertos aspectos reseñables –principalmente el propósito documental–, algunas aproximaciones al mundo educativo se derrumban por tender a cierta simplificación maniquea de las conductas y los roles de los miembros de la comunidad educativa (La ola, de Dennis Gansel), por mitificar en términos cuasiépicos la función y responsabilidad de la profesión docente frente a una sociedad a la deriva (Rebelión en las aulas, de James Clavell, o Mentes peligrosas, de John N. Smith), por regodearse en el inconformismo y en cierto resentido discurso antisistema enfrentado a los patrones educativos y sociales victorianos (If, de Lindsay Anderson, o ciertas escenas iniciales de The Wall de Allan Parker), por apuntalarse sobre vigas de rancia caspa pseudonostálgica (El florido pensil, de Juan José Porto), por descargar sin tino ni concierto ante un blanco cómodo e irrefutable los fantasmas del propio director (La mala educación, de Almodóvar), por…
Son muchas, ya digo (imprescindible nos resulta incluir en este inventario los gritos de reivindicación elemental/primaria/desgarrada que, en defensa de la enseñanza y de su reconocimiento como única vía eficaz para luchar frente al horror, la intolerancia o la burocratización, lanza Samira Makhmalbaf tanto en La pizarra, como en su cortometraje incluido en la película colectiva 11-S, o Zhang Yimou en Ni uno menos), las películas que abordan, instrumental o argumentalmente, con más o menos éxito, con o sin rigor, el mundo educativo, aunque casi ninguna de la forma en la que lo hacen los filmes franceses.
Algo hay de respeto institucional, de apoyo unánime e incuestionable a la función y objetivo pedagógico y docente, de admiración crítica al modelo de escuela republicana, de propósito de dignificación social del oficio, de compromiso humanístico, de honradez cinematográfica, que convierte a un puñado de ficciones y documentales franceses en obras esenciales para tratar de comprender la realidad educativa actual y su evolución histórica. Tanto Jean Vigo en Cero en conducta como Laurent Cantet enLa clase, pasando por François Truffaut en El niño salvaje, Bertrand Tavernier en Hoy empieza todo o Nicholas Philibert en Ser y tener, demuestran que el cine sólo logra convertirse en herramienta artística de denuncia social cuando parte de la honradez.
Muy interesante.
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